La discusión sobre la guerra cognitiva suele parecer lejana, militar o especializada, pero sus efectos ya están alcanzando la vida cotidiana. Lo comprobé cuando varios de mis alumnos me contaron, con entusiasmo, que participarían en la marcha convocada para este fin de semana. Son jóvenes genuinamente preocupados por la violencia, una generación marcada por el encierro, la inseguridad y el hartazgo. No militan en partidos ni pertenecen a organizaciones ciudadanas, y nunca antes habían salido a protestar. ¿Qué hizo que esta convocatoria, anónima, repentina, viral, los movilizara por primera vez?

No dudo de su capacidad de indignación ni de su deseo de exigir un país más seguro; incluso los animé a expresar su inconformidad. Sin embargo, no puedo ignorar un hecho inquietante, esta podría ser una de las primeras protestas en México sembradas y amplificadas bajo tácticas de guerra cognitiva, es decir, movilizaciones que parecen espontáneas, pero que en realidad responden a estrategias diseñadas para manipular emociones y alterar el clima político.

La guerra cognitiva, como describe el periodista español Daniel Iriarte, es un conjunto de técnicas destinadas a influir, manipular o controlar lo que una sociedad piensa, siente y decide. Para ello emplea herramientas digitales: redes sociales, memes, bots, videos virales, narrativas emocionales y desinformación cuidadosamente dirigida.

Su objetivo es generar confusión, polarización, miedo y desgaste político, creando un clima de inestabilidad que favorezca a quien la ejecuta. Opera en silencio, con bajo costo y gran impacto, satura con información contradictoria, amplifica emociones negativas, simula consenso con cuentas falsas, desvía la conversación pública y erosiona la confianza en las instituciones.

En síntesis, la guerra cognitiva es la manipulación deliberada de la opinión pública para alterar el comportamiento social y político de un país sin disparar un solo tiro.

En el marco de los conflictos contemporáneos, tanto países considerados como “liberales” y “autoritarios” suelen emplear estrategias de guerra cognitiva. Estados Unidos ha desarrollado estas capacidades a través de agencias como el U.S. Army’s 1st Information Operations Command, en operaciones psicológicas y de información diseñadas para modelar el entorno cognitivo de adversarios y aliados.

Israel ha aplicado tácticas similares de forma sofisticada, combinando ciberoperaciones, campañas masivas en redes sociales y narrativas mediáticas precisas durante sus enfrentamientos con grupos como Hamás.

Rusia también ha hecho un uso masivo de granjas de troles, deepfakes y memes para sembrar confusión en Ucrania, dividir a la OTAN y justificar acciones militares.

Mientras que China lanza campañas de desinformación en Taiwán para desmoralizar a la población, difundir rumores sobre corrupción, salud pública o amenazas militares.

Estos ejemplos ilustran una evolución hacia guerras donde el campo de batalla principal es la conciencia humana.

Al inicio, la guerra cognitiva se entendía como una herramienta geopolítica: países intentando influir en la opinión pública de otros. Pero en años recientes estas tácticas empezaron a emplearse dentro de las fronteras nacionales, entre facciones políticas y grupos de poder que buscan moldear la opinión pública doméstica.

Hoy, muchos partidos usan la guerra cognitiva para inflamar emociones, crear crisis artificiales, simular movimientos y difundir narrativas falsas antes de que puedan desmentirse.

Los ejemplos abundan: en Estados Unidos los republicanos radicalizaron a sus bases con microsegmentación digital; en Brasil el bolsonarismo movilizó masas con desinformación; y en España, Vox amplificó rumores sobre inmigración e inseguridad.

En el caso mexicano, la marcha de este fin de semana atribuida a la “Generación Z” generó entusiasmo juvenil, pero también alerta sobre intentos de moldear el malestar social desde el ámbito digital.

Aunque la preocupación por la violencia es completamente real y justificada, sobre todo en contextos como Sinaloa o Guanajuato y Michoacán, no se debe pasar por alto que la convocatoria y difusión de la marcha coincide con patrones típicos de la guerra cognitiva.

La protesta surgió sin voceros ni organizaciones visibles y apareció de forma simultánea en varias plataformas, un sello de campañas diseñadas para parecer espontáneas. Luego, su amplificación provino de perfiles nuevos y sin historial, un comportamiento asociado a bots, troles y granjas digitales disfrazadas de ciudadanía auténtica.

A diferencia de movimientos juveniles genuinos, la marcha no tuvo demandas claras ni agenda; se apoyó solo en emociones intensas, típicas de tácticas orientadas a provocar reacciones impulsivas. Poco antes de la marcha, influencers políticos y cuentas partidistas la promovieron como un “levantamiento generacional”, una sincronía que sugiere coordinación más que espontaneidad.

Así mismo, la presencia de plantillas, videos editados y hashtags uniformes apunta a un equipo creativo detrás, algo propio de operaciones de influencia y no de movilizaciones orgánicas. Por otro lado, la ausencia de propuestas, liderazgos o continuidad cívica indica que la intención no era atender la violencia, sino generar desgaste político e ingobernabilidad.

Al saturar el espacio digital con miedo, confusión y narrativas fabricadas, estas operaciones debilitan la capacidad ciudadana de tomar decisiones informadas y convierten el desacuerdo legítimo en confrontación emocional.

En este contexto, los jóvenes son especialmente vulnerables porque su percepción de la realidad depende más de redes sociales, porque tienen menos referencias históricas y porque a su edad tienden a buscar causas con las que identificarse.

Todo esto se convierte en un grave problema cuando las estrategias de guerra cognitiva representan un deliberado ataque a la democracia, ya que no buscan debatir ideas ni construir acuerdos, sino manipular emociones, distorsionar la realidad y erosionar la confianza pública.

Cuando una sociedad ya no distingue entre lo cierto y lo falso, entre protesta genuina y movilización inducida, la deliberación democrática se derrumba y el terreno queda abierto para el caos, la ingobernabilidad y se abre el camino a nuevas formas de autoritarismo.

En lugar de fortalecer la participación cívica, estas tácticas la infectan, transformando la opinión pública en un campo de batalla emocional diseñado por intereses ocultos.

 

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