Segunda parte

Si bien, la construcción de una tirolesa en el faro despertó la indignación de una buena parte de la sociedad mazatleca, la realidad es que, para muchos otros ciudadanos, principalmente para las clases medias y altas, el proyecto que transformará la dinámica en el cerro del crestón, no les genera ningún inconveniente.

La insensibilidad de las clases medias y altas ante la destrucción del espacio público proviene de la inutilidad que representan estas áreas de la ciudad para el estilo de vida de las personas de una posición acomodada.

Los residenciales donde viven están equipados con las amenidades necesarias para la recreación. Áreas verdes, albercas, canchas de tenis. Tienen todo a disposición.

Sus hijos encuentran lugar para jugar y distraerse de manera segura. Los colegios a los que asisten ofrecen actividades deportivas en sus instalaciones; y sus hogares son lo suficientemente amplios como para sentir cada integrante un poco de privacidad.

Su vida social transita entre gimnasios, restaurantes y cafés, plazas, cines, boutiques y teatros. Lugares privados que diseñan a imagen de sus expectativas y aspiraciones culturales, y a los que sólo acuden quienes tienen el estatus o el poder económico suficiente.

Pero para los estratos sociales más bajos, el espacio público nos es fundamental. Nuestro entorno transcurre en viviendas más pequeñas y cuartos compartidos donde no se llega a sentir tanto la privacidad.

Habitamos vecindarios víctimas de la inseguridad, parques vandalizados o deteriorados por la falta de mantenimiento, escuelas saturadas que no ofrecen a los niños ninguna actividad complementaria.

Para los sectores todavía más vulnerables, el cine, los restaurantes y los centros comerciales, representan lujos que no se complacen de manera cotidiana, o a los que se asiste como espectador, o con la incertidumbre de ser víctima de una mirada de rechazo.

Por eso la idea fundamental de los lugares públicos es que cualquier persona tenga la posibilidad de disfrutar áreas recreativas, sin ninguna restricción más allá de las reglas básicas de convivencia y respeto por lo común.

Sin embargo, para las élites y clases aspiracionistas, convivir en un espacio público es de mal gusto. Consideran que a estos lugares sólo acude gente de la más baja ralea.

Hay mucha dosis de clasicismo en la percepción del espacio público, sobre todo en las ciudades latinoamericanas donde impera la desigualdad. No es que no se aprecien los parques, playas y jardines, lo que no les gusta es tener que interactuar con gente que consideran de una condición diferente y hasta inferior.

En cuanto a espacios abiertos y de admisión general se sienten más vinculados a las playas públicas de Santa Mónica, o la isla Coronado en San Diego, parques como el retiro, en Madrid, o Central Park en nueva York, calles bohemias y empedradas de Montmartre en París, adonde viajan regularmente de vacaciones.

Pero ya en el ámbito local, al espacio público lo aprecian simplemente como oportunidad de negocio. Ni siquiera están conformes con que sean los pequeños comerciantes populares los que abastezcan entre su misma clase social la necesidad de los usuarios. Quieren intervenir.

Mueven sus influencias para impedir el ambulantaje, y exigen que con inversión pública se transforme el espacio en un lugar digno para sus inversiones. Y ahora sí, una vez limpio y embellecido el terreno, a conseguir una concesión.

Esta es la convicción de algunos sectores de la clase media y alta de Mazatlán, indolentes de la conversión del espacio público en espacio privado.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO