El pasado 25 de agosto en el Parlamento Abierto que convocó el Congreso del Estado de Sinaloa, se discutió la necesidad de una Ley que contemple la muerte digna de las personas enfermas gravemente o en fases terminales, y cuyos pronósticos sean irremediables.

Aunque el debate se centró en las personas enfermas terminales y en la búsqueda de una solución para aliviar su sufrimiento, evitar, e incluso negar, el término de “eutanasia” tiene tantas implicaciones morales-culturales como la misma Ley planteada, que busca solucionar a medias una discusión que tiene décadas en todo el mundo: el bien morir de las personas.

Seguramente las y los legisladores sinaloenses están pensando en emular la Ley de Voluntad Anticipada de la Ciudad de México (CDMX), que según su decreto de creación, publicado en enero de 2008 “permite a enfermos terminales decidir si continuar o no con tratamientos que prolonguen su vida”. Es justo, humano e impostergable que ese criterio se extienda por todo el país y se aplique en Sinaloa, para evitar que más personas sufran muertes largas y dolorosas; sin embargo, esa Ley de la CDMX que en su momento se calificó de avanzada, esconde una superstición muy mexicana.

Nuestra cultura está permeada de creencias, temores y paradigmas en torno a la muerte, y uno de los más comunes es no hablar de ella, no “llamarla” con acciones u oraciones que pudieran cumplirse. Un ejemplo claro de esta poderosa superstición es la baja demanda que cada mes de septiembre se presenta en las Notarías Públicas, en la jornada emprendida por el gobierno para heredar con orden los bienes que se poseen. De esta forma, el llamado mes del testamento no recibe las masas que desearía, a pesar de sus atractivas promociones, porque las personas no quieren “llamar” a su muerte.

¿Ya me estás matando o qué?” Sentencian nuestros familiares cuando les hacemos ver la necesidad de hacer un testamento y no heredar problemas. Lo mismo ocurre con la Ley de Voluntad Anticipada de la CDMX y, seguramente, ocurrirá con la que se pretende crear aquí.

Dicha normatividad establece que las personas, en su sano juicio y goce de salud, sobre todo mental, deben anticiparse a un escenario trágico, para que si en un futuro llegaran a enfermar, el familiar o individuo designado pueda, en su momento, suspender un tratamiento médico o decidir “desconectar” al enfermo de las máquinas o procedimientos que lo mantienen con vida, siempre y cuando -claro- el diagnóstico sea irremediable, sin posibilidad de una mejora.

Valdría la pena investigar el éxito y la numeralia de esta Ley en la capital del país, que más allá de resolver un problema urgente y respetar lo que la mayoría de la población desea (morir en paz y sin sufrimiento), juega con un doble discurso: por un lado se ostenta de garantizar una muerte digna, sin cometer el pecado de llamarla eutanasia, y por el otro se asegura que pocas personas recurran a ella sabiendo que las y los mexicanos somos supersticiosos y hablar de la muerte es un tabú.

No habrá Ley o política pública que realmente ataque el problema de frente y respete la decisión individual de las personas y de sus familias, porque la moral, la cultura y las creencias giran en sentido contrario a la idea de que uno mismo, u otros, puedan disponer de su propia vida. Sin embargo, las y los legisladores pueden colgarse la medalla del progresismo al emitir una Ley que protege esos cánones sociales al mismo tiempo en que simula respetar la decisión de quienes sufren, o en el caso de esta Ley, de quienes anticipen que en un futuro van a sufrir terriblemente y querrán ser “desconectados”.

Solo 14 estados de México poseen una Ley de Voluntad Anticipada, emulaciones de la primera creada en el anterior Distrito Federal (hoy Ciudad de México). Que en Sinaloa comience la discusión y las intenciones de contar con una legislación propia en la materia es una medida plausible, sin duda necesaria y urgente, pero deben cuidarse los escondrijos y manías ocultos en las creencias, las supersticiones y en la cultura mexicana, para que no sean éstas las que terminen dictando las condiciones para el acceso a una muerte digna, indolora, en paz e inmediata.

La voz que debe escucharse es la de quienes sufren hoy, de los familiares que tienen personas atadas a máquinas o a procedimientos médicos que solo aguardan una muerte inminente. No se vale que una Ley pretenda que las y los ciudadanos saquen su bola de cristal y anticipen lo que en un futuro les puede pasar. Lo que debe atenderse es la necesidad de hoy, por todas y todos los que piden ese alivio; ciertamente algunas de estas leyes en el país contemplan la urgencia del ahora mediante formatos hospitalarios al momento de una crisis, pero no es la figura deseada ni promovida.

La cultura es la bendición o la maldición de una sociedad, es la que determina sus formas de vida, lo que cree, come, viste y habla. La cultura moldea el pensamiento individual y la identidad personal y comunitaria, de tal forma que todas las acciones que se emprendan dentro de su esfera, como la creación de leyes incómodas como esta de la eutanasia -que no es eutanasia-, siempre será interpelada y estará en medio de álgidos debates que a los creadores de leyes no les gusta generar.

El término eutanasia significa “Intervención deliberada para poner fin a la vida de un paciente sin perspectiva de cura” o “Muerte sin sufrimiento físico” ¿No es eso lo que se defendió en el Parlamento Abierto y ahora en esta columna? Le tenemos miedo a esa palabra, es otra de nuestras supersticiones culturales en torno a la muerte.

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