Hace un par de meses me llamaron de una institución pública para invitarme a impartir un seminario en una maestría de nueva creación, durante diciembre y enero próximos. Acudí junto con otros especialistas en investigación científica a una primera reunión, donde nos hablaron del programa, de la forma de trabajar y del pago, que no es competitivo por el argumento de que “eso se les paga a todos”; pero ese es solo el inicio de la precarización sobre la que quiero reflexionar.

Esa primera reunión duró más de dos horas, y a partir de entonces se han citado a varias más, presenciales y virtuales, para abordar casi los mismos temas, lo que representa para las y los especialistas inversión de tiempo y dinero (cuando tenemos que trasladarnos al sitio), que además de no ser remunerado ni siquiera es reconocido como parte del trabajo al que nos invitaron.

Es aquí dónde surge el primer elemento de la precarización laboral en la docencia: la planeación siempre es minimizada, necesaria para los procesos administrativos pero no reconocida al momento de valorar el trabajo de enseñanza, ya que en esta institución, como en todas las demás, públicas, privadas y de todos los niveles educativos, el pago se realiza con base en la hora frente a grupo.

La planeación didáctica es de los trabajos más difíciles, incluso más que estar frente a grupo, en ocasiones requiere mayor tiempo que las horas en el aula debido a que se deben buscar y actualizar contenidos, revisar bibliografía pertinente, planear el tiempo y las estrategias de enseñanza-aprendizaje, preparar materiales de apoyo, enviar textos a las y los estudiantes, o estudiar previo a cada clase. Si a ese proceso se le suma el llenado de formatos, formularios o plataformas web, que les encanta a todas las instituciones de educación, la planeación se torna compleja e injustamente invisibilizada.

La docencia comprometida requiere más trabajo de planeación que frente a grupo, lo que representa una labor intelectual compleja, sumado a los requerimientos de juntas o reuniones, de los mencionados formatos o plataformas digitales, de las exigencias en la evaluación o incluso en la forma de impartir la clase. El margen de acción libre de un docente es mínimo, igual que su salario, y además precarizado porque la exigencia es alta pero no compensada.

Regresando al ejemplo inicial, cuando expresé malestar sobre mi tiempo no remunerado la respuesta fue interesante, y ocurre también en todas las instituciones de educación, de todos los niveles: “se emitirán unas constancias que podrán servir en tu trabajo”. De esta forma la labor más pesada, sumada a la inversión de tiempo y dinero por acudir a reuniones, llenar formatos o plataformas, se remunera con una constancia, mientras que la docencia sí se reconoce con salario. Lo peor de todo, y es donde entra el segundo elemento de la precarización laboral en la docencia, es que terminamos aceptando ese “pago” porque el Estado mexicano y sus instituciones educativas han diseñado instrumentos para medir la “productividad” en la docencia y la investigación científica (en seguida hablaremos de eso), que avalan y exigen estas y otras constancias. Es el reinado de la constantitis.

El criterio de la “hora nalga” priva en las instituciones educativas, reflejando una forma de organización laboral retrógrada, que no representa al mentado humanismo que ahora enarbolan las escuelas o universidades, y hasta la denominada Nueva Escuela Mexicana.

Lo cierto es que esas políticas se convierten en slogans propagandísticos y en formas de alineación con el Estado para atraer más recursos, pero en la práctica importa tener al docente o investigador cumpliendo su horario, sin reconocer lo que hace extra jornada.

En el caso de la investigación científica el escenario es más complejo, ya que las investigadoras e investigadores deben cumplir su hora nalga frente a grupo y en su espacio de investigación científica. Quienes hacemos ambas labores de forma exitosa y comprometida (porque no faltará un purista lamebotista que dirá que sí se puede en una jornada), debemos llevarnos trabajo a casa, y por las noches, los fines de semana o en vacaciones avanzar con los otros requerimientos de ser científico en este país: mantener indicadores de calidad como el SNII (Sistema Nacional de Investigadoras e Investigadores), con base en dirigir tesis, investigar en laboratorio o en campo, publicar en revistas científicas de calidad, dar clases, difundir nuestro trabajo a la comunidad en general (hasta haciendo videos en Tiktok), actualizándonos, leyendo y escribiendo constantemente, asistiendo a congresos, dictando ponencias o conferencias, diseñando cursos o materias y hasta contribuyendo con otras acciones en nuestras instituciones.

Ciertamente en el caso del SNII existe un estímulo económico que, si bien no es suficiente por todo el trabajo que implica mantenerlo, es un complemento al bajo salario en las instituciones educativas. Con esto entra a escena el tercer elemento de la precarización laboral: las y los docentes e investigadores se auto explotan, dentro y fuera de sus trabajos, para mantener complementos salariales que permiten compensar sus bajos ingresos, a costa, como ocurre en algunas universidades, de que las y los SNII son elementos decorativos que sirven para legitimar decisiones o presumir sus indicadores, pero que en su práctica laboral son ninguneados, sin apoyos contractuales o reconocimientos a su labor científica más allá de una constancia.

Este fenómeno de medición de la productividad se denomina economía del conocimiento, surge a partir de establecer parámetros de calidad, principalmente en la ciencia y su difusión, para “demostrar” que una revista científica es buena, un científico es reconocido, una institución promueve y apoya la investigación o que un docente trabaja eficazmente. Bajo este paradigma nos llenamos de constancias y, como decía Enrique Dussel, las y los investigadores nos convertimos en “ametralladoras de artículos científicos” destinados a nichos especializados y con poco impacto social.

Existen otros parámetros para la métrica docente o científica, como el denominado Prodep o el Sistema de Estímulos al Desempeño Docente, que el gobierno federal impulsa en las universidades con base en esa economía del conocimiento y como una forma de “reconocer” el trabajo de docencia y generación de saberes, pero que en ocasiones operan discrecionalmente.

Lo más lamentable y que debería ser una vergüenza para las instituciones de educación, que se supone forman a las generaciones que mañana transformarán al mundo, es que ante la crisis de desempleo y los bajos salarios que precarizan a todos los trabajadores en todos los sectores, las y los empleados debemos conformarnos con “lo que nos tiren”, porque con eso podemos pagar una deuda o comprar algo que necesitamos.

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