Contrario a lo que muchos creemos, el Código de Hammurabi no es el cuerpo de leyes más antiguo del que se tenga conocimiento. Le anteceden, por casi seis siglos, las llamadas Reformas de Entemena, rey de la ciudad sumeria de Lagash, ubicada al noroeste de la confluencia de los ríos Tigris y Éufrates.
Si las árduas traducciones de los idiomas mesopotámicos son correctas, parece que, desde siempre, las élites políticas han aspirado, primero, a que sus decisiones se conviertan en derecho, y segundo, a que el derecho creado por ellos permanezca en el tiempo.
Hammurabi, rey de Babilonia, promulgó su código probablemente alrededor del año 1753 antes de nuestra era y lo dotó de un epílogo para asegurarse de que las normas decretadas por él se prolongaran por la eternidad.
“Soy el rey que sobresale de entre los reyes. Mis palabras son de lo más escogido, mi inteligencia no tiene igual. Que por mandato de Shamash, el gran juez de los cielos y de la tierra, pueda mi Justicia resplandecer en el País. Que por disposición de Marduk, mi señor, que mis escritos no sean destruidos.
…
Que en los días venideros, para siempre, cualquier rey que aparezca en el País, observe los Decretos de Justicia que he escrito en mi estela; que no cambie la ley del País que he promulgado”.
Y si los sucesores no respetaban la supremacía de Hammurabi y su código, el rey babilonio pedía a los dioses que cayeran sobre ellos desgracias y maldiciones: “… haga recar sobre él, contra su trono, una revuelta indomable, una rebelión que le acarree la ruina. Que le asigne en suerte un gobierno de impotencia, días poco numerosos, años de hambre, una oscuridad sin claridad y una ceguera mortal”.
A pesar de que el código fue copiado una y otra vez en las escuelas de escribas en los años posteriores, la dinastía real a la que perteneció Hammurabi terminó un siglo y medio después de su muerte. Ese destino al que finalmente se resignó Gilgamesh, el héroe más grande de Mesopotamia, del cual Uta-napishti, único sobreviviente del diluvio junto con su esposa, le advirtió: “…nadie oirá nunca la voz de la muerte, pero es la furiosa muerte la que trunca a la humanidad”.
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