Cuando Andrés Manuel López Obrador llegó a la presidencia de la República hubo muchas voces que no daban crédito por qué una persona con una trayectoria tan controvertida llegara a ese escaño, pero la respuesta es contundente: fue el reflejo de una sociedad y de un contexto histórico particular.

Bajo la misma dinámica arribó a la presidencia la primera mujer, Claudia Sheinbaum, así como diputados, diputadas y otros gobernantes de dudosa reputación como Cuauhtémoc Blanco, algunos parientes de políticos en cargos de elección popular, Donald Trump en Estados Unidos, la guerra entre facciones del narcotráfico en Sinaloa. Y en todas esas controvertidas y por muchos lamentadas decisiones, hay una única entidad responsable: la sociedad.

No es casual que México ocupe los últimos lugares de la OCDE en comprensión lectora y razonamiento matemático, que sea de los países con menor grado de lectura, con un nivel escolar ínfimo (solo el 18 por ciento de la población posee estudios universitarios), con pocos científicos y científicas, y mínimos apoyos a la educación o a la ciencia. Tampoco es casual que el crimen organizado sea el segundo mayor empleador en este país, o que el partido político en el poder se enfrente a escándalos y vergüenzas del estilo ochentero del PRI.

Todos los escándalos institucionales, que se defienda desde el Congreso de la Unión a un diputado acusado de un delito, o a un gobernador que tiene a su estado sumido en la violencia y con una importante desaprobación social es el producto de una sociedad apática, poco crítica y mal informada. Es la tierra donde el tuerto es rey porque preferimos cegarnos con la indiferencia, la ignorancia o la búsqueda de falsos placeres ligados al consumismo y la banalidad.

La crisis institucional y política por la que México atraviesa se explica desde lo social, no desde las deficiencias de cada institución. A lo largo de la historia hemos visto surgir dependencias gubernamentales que obedecen a paradigmas de una época (como las Secretarías de las mujeres, tanto la federal como las estatales), pero también vemos a otras que a pesar de haber sido producto de un reclamo ciudadano desaparecen bajo criterios poco claros, como el INAI u otros organismos autónomos.

La corrupción del sistema judicial a la que tanto recurre Morena y con la que justifican el cambio histórico en uno de los poderes políticos también es social, tanto la corrupción como el hecho de votar por jueces y magistrados.

Lo institucional se torna social porque esas organizaciones están compuestas por personas que viven en contextos específicos como México o Sinaloa, con una cultura de la legalidad particular, donde la “mordida” cotidiana al policía de tránsito para que no me infraccione por no tener licencia de conducir se traduce en el berrinche de un candidato a gobernador que no pudo ser electo por un proceso judicial pero logró imponer a su hija como candidata y ahora gobernadora.

Ese “será rapidito”, que argumentarnos al estacionarnos en sitios prohibidos se convierte en la protección de un posible violentador de mujeres en un país donde hay legislaciones en la materia, una Secretaría y hasta una mujer presidenta.

Es necesario analizar cómo esas fallas estructurales que detectamos en las altas esferas políticas e institucionales son los errores que como sociedad poseemos, cómo los actos cotidianos y al parecer pequeños de corrupción, se transforman en las grandes debilidades del sistema y se vuelven en contra de los propios ciudadanos.

De forma vertical podemos detectar cómo las inconsistencias, los malos manejos, la corrupción, los acuerdos político-judiciales y hasta el cinismo, sostienen a personas e instituciones públicamente desacreditados, porque son útiles al sistema, perpetúan los beneficios de un grupo y mantienen el status quo intacto. Desde el orden federal hasta en lo local pueden desagregarse las mismas prácticas corruptas o dañinas, la misma defensa de la ilegalidad e incluso el mismo cinismo y manifestación de poder por encima de la calificación social. De esta forma, en todos los niveles tenemos a personajes que aún desacreditados públicamente se sostienen en sus cargos porque se diseñaron sistemas para protegerlos, y nuevamente, la culpa es de la sociedad.

De esta manera podemos inferir que las quejas hacia un político, una autoridad, un representante o una institución son en realidad una queja hacia nuestra propia comodidad, hacia el miedo al cambio, a la protesta, a nuestra apatía porque pensamos que el sistema está podrido y no cambiará. Esas personas, esas instituciones y la forma tramposa en que trabajan es reflejo de la forma tramposa en la que conducimos nuestra vida social, pero es más sencillo culpar a otros que aceptar que ese tumor creció a la sombra de nuestra inactividad o temor.

Los problemas sociales también son producto de la sociedad donde surgen, por lo que el clima de violencia exacerbada que vivimos en Sinaloa desde septiembre anterior, y la incapacidad gubernamental para contenerla y proteger a la ciudadanía, son culpa de las y los sinaloenses. Pero en este caso la conciencia colectiva comienza a despertar porque surgen voces que reclaman que la normalización e idealización de la vida criminal es lo que llevó a este momento.

La música, las series o películas, las formas de vestir, de actuar, de gastar el dinero y todas las conductas de apología al crimen organizado tornaron una deficiencia social en un estilo de vida y de ser deseados. No es casual entonces que las y los estudiantes de nivel secundaria desde hace años prefieran incorporarse al narcotráfico como una forma de hacerse ricos rápidamente.

Ante cada hecho violento que presenciamos o del que nos enteramos la sociedad sinaloense debe recordar cuando presumía tener un contacto en el mundo criminal, en pertenecer a él o fingir que ahí estaba. Esa idealización de la violencia se nos vino encima, al igual que todas las instituciones podridas con sus podridos representantes.

La única forma de salir de estas arenas movedizas es a través de una conciencia social que nos obligue a vernos en el espejo y aceptar que por ahí comenzaron los problemas que ahora nos aquejan, avergüenzan o nos hicieron víctimas.

Si al sistema no le importa sostener a representantes o líderes con baja o nula aprobación pública porque en el temor o la apatía encuentran su fuerza, le toca a las y los involucrados revertir esa tendencia, y de no hacerlo, continuar soportándola, pero sin lamentarse.

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