La construcción de presas en Sinaloa obedece a una longeva y devastadora tradición que deforesta regiones de vegetación nativa, ha inundado a cientos de pueblos, relocalizado a más de cuatro mil familias y contaminado tierras y costas.

Argumentando desarrollo, riqueza, empleo o la expansión de la frontera agrícola, los gobiernos priistas, panistas y ahora morenistas han sostenido una agenda de construcción de presas y desplazamiento forzado de poblaciones desde 1945, cuando se desplazó a las primeras familias por el proyecto Sanalona, hasta 2023, con la relocalización de las y los afectados por la presa Santa María.

En el libro “Etnografía de la relocalización: Impactos socioambientales y empoderamiento pacifista en comunidades desplazadas por la construcción de presas”, que se presentará el día de hoy a las 10:00 hrs, en la biblioteca central de la UAS (Culiacán), establezco que en Sinaloa se han desplazado a 4,532 familias, se inundaron 201 pueblos bajo las aguas de nueve presas, se causaron efectos dañinos al ambiente desde la zona donde se construyeron las obras hasta las costas, y los desplazados fueron hacinados en tan solo 18 nuevos pueblos, construidos en terrenos pequeños, con materiales de mala calidad, y en ocasiones sin servicios públicos básicos.

El libro documenta con detalle los avatares que padecieron las personas desplazadas, mediante una investigación etnográfica que recorrió cada pueblo, de norte a sur, entrevistó a las y los afectados, recogió documentos oficiales, periodísticos, crónicas locales e información académica sobre cada proyecto, logrando establecer, por primera vez, una cifra total de familias relocalizadas en nuevos pueblos y de las comunidades que hoy yacen bajo las presas.

Como ahí se establece, para las agencias gubernamentales de los tres niveles de gobierno es cómodo que no existan registros oficiales sobre el número de desplazados y los pueblos inundados, ya que eso invisibiliza la arbitrariedad con la que fueron impuestos los proyectos hidráulicos y el desplazamiento de miles de personas.

Al respecto, en el libro escribimos: “Se realizaron visitas a dependencias gubernamentales en Culiacán y en la Ciudad de México. Un hecho a resaltar es que la dependencia federal que más dificultades burocráticas interpuso fue la Conagua, delegación regional Sinaloa, debido a que sus representantes argumentaron no poseer ninguna información social sobre las presas del estado, únicamente los datos técnicos de cada embalse”.

De forma similar, el Gobierno del Estado y los Ayuntamientos de cada municipio carecen de datos más allá de la capacidad de almacenamiento o de irrigación de las presas, información sobre las características de la cortina, la fecha de construcción y de inicio de operaciones. No hay registros sobre desplazados salvo unos datos dispersos en el Archivo Histórico del Agua, en la CDMX.

El procesamiento de la información recabada se convirtió en una labor compleja de cotejo, que comparó las cifras proporcionadas por los habitantes, las que aparecían en escasos documentos oficiales de cada época (como censos), en un par de tesis de grado y posgrado, en cartas, manifiestos o reclamos de los desplazados, así como en textos de cronistas locales que documentaron lo sucedido, como en el caso de la presa Adolfo López Mateos (El Humaya) y José López Portillo (El Comedero). De esta forma todos esos datos dispersos, inconexos y cómodamente desconocidos se conglomeraron en las cifras mencionadas antes, dimensionando lo que sucedió con el desplazamiento forzado de poblaciones por obras de desarrollo durante los últimos 80 años.

En el libro también demostramos que ni siquiera las agencias gubernamentales reconocen actualmente a los pueblos desplazados por presas, como Terahuito (Guasave), comunidad construida para los desplazados por el embalse Gustavo Díaz Ordaz (Bacurato), en 1979, cuyo nombre fue resultado de una lucha popular. Durante las entrevistas a funcionarios estatales y federales detectamos que no conocían el origen del poblado, como establece el texto:

“La confusión puede deberse a que al relocalizar a las familias [133 de 28 comunidades] lo hicieron en una extensión del poblado Palos Blancos, y quedó registrado así en el decreto de ampliación del ejido (DOF, 1979). José Parra (de 81 años de edad), quien fungió como tesorero de la comunidad cuando se creó, aclaró que los desplazados no querían que su nuevo asentamiento llevara el mismo nombre de sus nuevos vecinos, por lo que solicitaron el cambio de nomenclatura a Terahuito, ‘que significa tres aguas’”.

También se documentó una inconsistencia entre los registros oficiales de la Comisión Nacional del Agua (Conagua) y los suscritos en el libro del cronista oficial de Pueblos Unidos, Adrián García, en torno a la fecha de construcción de la presa José López Portillo (El Comedero). La dependencia oficial establece un periodo de 1975-1981, mientras que el cronista documentó que fue de 1977 a 1983. Finalmente, en el libro consignamos la fecha de García porque coincidió con las entrevistas hechas a los colaboradores de la investigación.

Otras arbitrariedades como el sorteo de las casas en los nuevos pueblos, las barbaridades que los funcionarios del gobierno decían a los desplazados (como “no tengan miedo: perderán identidad, pero ganarán en prosperidad”), el hacinamiento forzado de decenas de pueblos en apenas uno o dos, la dotación de tierras infértiles o incluso la no dotación de tierras en restitución (como ocurrió con los afectados por la presa Picachos), así como el pago insuficiente o tramposo de viviendas, terrenos, árboles frutales y otros bienes, son documentadas con detalle en el libro digital que esta mañana se presenta en Ciudad Universitaria, y que se encuentra a la venta en librerías web de México y otros países.

Para hacer frente a la estrategia gubernamental de dispersar los datos, borrar los registros, manipular las cifras y esperar la muerte de las personas desplazadas para que la memoria histórica también se pierda, es necesario rescatar las voces de las y los afectados, sus relatos, los dramas de sus traslados y la forma en la que viven ahora, para contrastarlos con el prometido desarrollo que supuestamente generan las presas.

Contabilizar a las familias desplazadas y rescatar el nombre de los pueblos inundados en libros como el “Etnografía de la relocalización”, es una forma de recordarle al Estado y a la gente que en Sinaloa existen miles de desplazados tan solo por la construcción de presas, que se suman a otros miles expulsados de sus comunidades por la violencia o por el cambio climático, de los que hablaremos en otra entrega.

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