Como cada año, al acercarse el 8 de marzo, observamos cómo se radicalizan ciertos comentarios y actitudes sexistas; separándonos en hombres y mujeres como si de enemigos mortales se tratara. Emociones, traumas, heridas y conflictos se ponen a flor de piel en algunas personas, sirviéndose de la ocasión que en su origen es para generar consciencia y denunciar injusticias y atrocidades. Es extraño cómo una fecha reaviva tanto en nosotros que no se observa tan comúnmente durante el resto del año. Como si solamente en marzo hubiera espacio para expresarnos, para enaltecer el trabajo de las mujeres, denunciar la disparidad de género y los abusos que forman parte del día a día en una sociedad machista como tristemente es la mexicana.

Año con año, se denuncia, se grita, se clama por un cambio… pero las estadísticas de feminicidios, abuso sexual, desapariciones y discriminación no cambian. La brecha salarial se mantiene cercana al 16%, lo que significa que por cada cien pesos que un hombre percibe como paga por un empleo, una mujer recibe 84 pesos por exactamente las mismas funciones. El techo de cristal no termina de romperse, ni los estereotipos de género se disuelven. Vivimos inmersos en una doble moral totalmente disonante: a las mujeres se nos juzga con mayor dureza que a los hombres por las mismas acciones, y esto no es algo nuevo. Peor aún, hemos llevado esto más allá para enfrentar a mujeres con otras mujeres con base en sus metas y el estilo de vida que decidimos tener, dejando de lado la verdadera batalla: la igualdad de derechos y la equidad en el trato.

Retomamos discursos históricos para respaldar argumentos sin considerar el daño que nos puede hacer ni la fragmentación que genera en una estructura social que se encuentra en constante evolución.

 

A lo largo de la historia humana, las estructuras sociales han variado enormemente, reflejando una diversidad de sistemas de organización y valores culturales. Entre estas variaciones, se encuentran las sociedades matriarcales o matrilineales, donde el poder, la autoridad y la descendencia se transmiten a través de las líneas maternas. Estas sociedades han sido objeto de interés y debate entre historiadores, antropólogos y arqueólogos, ya que desafían la noción predominante de la supremacía patriarcal en la organización social. En este contexto, es relevante explorar los registros históricos y las evidencias arqueológicas que sugieren la existencia de matriarcados en diferentes momentos y lugares del mundo. Estas sociedades ofrecen una perspectiva fascinante sobre las posibilidades de estructuras sociales alternativas, donde las mujeres desempeñaban roles prominentes en la toma de decisiones y en la organización comunitaria.

Sin embargo, en los últimos miles de años esta realidad se diluyó y se transformó en un fenómeno que se puede rastrear hasta un concepto controversial que muchas mujeres alrededor del mundo han retomado como grito de guerra y rebeldía: “bruja”. El término “bruja” ha sido una herramienta poderosa utilizada a lo largo de la historia para castigar, estigmatizar y oprimir a las mujeres que desafían las normas establecidas por la sociedad patriarcal. Desde tiempos inmemoriales, las mujeres que se atrevieron a pensar, actuar o simplemente vivir de manera diferente a la norma impuesta por una estructura dominada por hombres han sido blanco de acusaciones de brujería.

El término “bruja” ha sufrido una deformación grotesca a lo largo de los siglos. Originalmente, las brujas eran consideradas como mujeres sabias, curanderas y guardianas de antiguos conocimientos sobre hierbas medicinales, sanación y conexión con la naturaleza. Sin embargo, con la ascensión del patriarcado, estas figuras poderosas fueron demonizadas y convertidas en chivos expiatorios de los males de la sociedad. Las estadísticas históricas son claras: durante la infame caza de brujas que tuvo lugar principalmente en Europa entre los siglos XVI y XVII, se estima que entre 40,000 y 60,000 personas, la gran mayoría mujeres, fueron ejecutadas bajo la acusación de brujería. Estas cifras son escalofriantes evidencias de cómo el término fue utilizado como una herramienta de opresión y control social, especialmente contra las mujeres que desafiaban las normas establecidas por la iglesia y el estado.

 

La caza de brujas no fue simplemente un fenómeno religioso o cultural, sino que estuvo profundamente arraigada en la opresión patriarcal. Las mujeres que poseían conocimientos sobre medicina, herbolaria o simplemente mostraban independencia y autonomía eran vistas como una amenaza para el orden establecido por los hombres en posiciones de poder. La acusación de brujería se convirtió en una herramienta conveniente para silenciar a estas mujeres y mantener el status quo.

Incluso en la actualidad, el término “bruja” sigue siendo utilizado de manera peyorativa para desacreditar a las mujeres que se atreven a desafiar las normas de género. Las mujeres fuertes, independientes y seguras de sí mismas son a menudo etiquetadas como “brujas” en un intento de socavar su autoridad y legitimidad en la sociedad. Quisieron reemplazar a las brujas en el imaginario colectivo por princesas, enseñando a las niñas a soñar con un príncipe azul que las rescate y cambie por completo su mundo, olvidando de paso recordarles cómo cada una de ellas tiene poder sobre su propia vida y destino. Piénsalo, incluso las películas infantiles hasta hace poco enaltecían la imagen de la delicada princesa cuya existencia se ve revolucionada por la aparición de un hombre en su vida mientras que las brujas eran el diabólico enemigo a vencer. Brujas contra princesas. Mujeres contra mujeres… cuando en la realidad, todas somos valiosas e importantes, independientemente del rol que elijamos jugar en la sociedad.  Es urgente terminar con los movimientos separatistas, con los discursos que nos comparan y nos cisman. Todas somos mujeres, pero por encima de todo… somos personas y eso es lo que verdaderamente importa.

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