En este país no hay tragedias: hay consecuencias. Lo que explota, se inunda o se incendia no es el destino, es podredumbre sistemática.

No fue el gas en Iztapalapa, ni el agua en Veracruz, ni las llamas en Sonora. Fue la desidia convertida en costumbre, el abandono disfrazado de accidente, el Estado fallido que aprendió a administrar la muerte de los más vulnerables como si fuera trámite.

Cada semana vemos un ritual de luto colectivo: velas en la banqueta, familias con pancartas pidiendo justicia y autoridades prometiendo “investigar a fondo”.

Tres días de cobertura mediática, y luego…el siguiente desastre. Parece un ciclo natural, pero no lo es. Es la maquinaria de la omisión funcionando con precisión burocrática.

La explosión en Iztapalapa, las inundaciones en Veracruz y el Waldos incendiado en Sonora no son hechos aislados. Son capítulos del mismo guion: la precariedad como política pública.

Nos piden paciencia, nos dicen que “no se podía prever” como si no existieran presupuestos, normas, inspecciones, planeación. Como si no supiéramos que todo lo que arde, se cae o se inunda ya estaba advertido desde hace años, pero nadie quiso detenerlo porque detenerlo no deja dinero.

En México, el desastre no llega: se construye. Se autoriza con una firma, se omite con un sello, se perpetúa con silencio. Las tragedias no las causa la naturaleza, las causa el Estado cuando decide que ciertas vidas son desechables. Porque seamos honestos, no son las zonas ricas las que explotan ni se inundan. _No son los directivos los que mueren calcinados en una tienda de todo por veinte pesos. No son los políticos los que se ahogan en las corrientes del drenaje colapsado. La tragedia tiene código postal y clases social

Y ahí está el truco: mientras nos venden el caos como fatalidad, el sistema sigue funcionando. El fuego, el agua, el gas se convierten en cortinas de humo. El verdadero desastre es la costumbre: mirar ruinas y decir “uy otra vez”.

Nos repiten que “la gente no hace caso”, que “con el cambio climático es inevitable”, “que la corrupción viene desde antes”. Siempre hay una excusa, una forma de lavar culpas. Pero cada excusa es también una confesión: no les duele, les estorba la responsabilidad.

En México, la muerte no les sorprende: se espera. Y si no nos indigna, es porque ya aprendimos a sobrevivir dentro del incendio.

Nos dicen resilientes, pero lo que somos es gente acostumbrada a enterrar a sus muertos y seguir trabajando al día siguiente.

No fueron accidentes, fue el modelo. Un modelo que produce víctimas para sostener privilegios. Que cambia de administración, pero no de lógica.

Por eso, mientras sigamos llamando “tragedia” a lo que es política, no habrá justicia posible.

Porque en México el desastre no pasa: se administra. Y cuando un país aprende a gestionar su propia ruina con comunicados y condolencias, es porque ya normalizó lo insoportable

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