Quería conocer algo que no apareciera ni en guías ni en recomendaciones de influencers. Le dieron gusto. Le anunciaron que la llevarían a la cantina del centro. Ni te imaginas lo que se fraguó allí. Se cuenta que en “esa” ha pasado de todo: desde las famosas grabaciones del Cine Nacional, las bravatas con los cuellos filosos de las botellas y que el escritor aquél se inspiró para escribir las escenas de “El matadito”. Cómo, ¿no conoces el cuento?, de eso hablamos cuando estemos ahí. Dicen los vecinos que luego se convirtió en el sitio preferido de delincuentes silenciosos y que por los baños hicieron un pasadizo que saca a la calle de atrás; tenlo presente, eso es bueno saberlo. La advertencia le subió la adrenalina.
El día llegó y tomé todas las precauciones: no mires de frente a nadie, no preguntes por desinfectante de manos ni servilletas, ni se te ocurra pedir vaso —la cerveza se toma directo—, camina con seguridad y no fisgonees la mesa contigua, mucho menos a los que toman en la barra. La retahíla parecía infinita y ya no supe si entraría con máscara o si de plano pediría un barril para evitar delatarme; no quería estropear nada, mucho menos levantar sospecha de que andaba tras la trama de la historia.
Los letreros que prohíben la entrada de mujeres, niños y hombres uniformados, hacía años que habían desaparecido de esas “tabernas de perdición”, decía la tía Juana. Nada justificaba que yo fuera ajena a tan emblemático lugar. Apenas entré y no pude evitar voltear al techo, colgaban pegotes de grasa, en la vida alguien había pasado un trapo por las paredes. Fue suficiente ver la facha de los tipos de la barra como para pretender verlos de frente. Ya instalada en la mesa, imaginaba cuántos dedos inmundos habían revolcado los inocentes cacahuates botaneros. Apenas dos cervezas y mis amigos me sacaron por el pasadizo secreto. No sé qué pasó por sus cabezas, pero por la mía nada menos que protagonizando una escena de Pedro Navajas.
Mi historia de cantina nada tuvo que ver con las revelaciones que he escuchado. Con tristeza veo que esos lugares de sanación están siendo desplazados por los ruidosos y saturados antros. Quién puede ahora tertuliar ante semejante ruido, con paredes vestidas de pantallas gigantes que lo único que hacen es robarte la mirada y olvidarte del que traes al lado. La tradición de visitar esos lugares llenos de historia, donde seguro se armaron partidos políticos y movimientos artísticos es algo que está desapareciendo… al igual que las tienditas de barrio.
Las leyendas que giran alrededor de las cantinas, alimentadas por el cine de ficheras, ha hecho que las asociemos con violencia y peligro; con lugares de mala muerte visitados por borrachales sin oficio. Sin embargo, algunos se niegan a su desaparición y se mantienen firmes a pasar la tarde con los amigos, comer la abundante botana y pasar un momento relajado. Si compartes el gusto o quieres saber más de las cantinas que visitaron los grandes artistas y escritores de México, existen recorridos que comparten algunas de sus anécdotas; sin duda al hacer un “Safari de cantinas” se pueden conocer las más tradicionales del Centro Histórico. Pero si quieres tener una experiencia viva y escuchar verdaderas historias guajiras, tendrás que buscar las más escondidas, esas que te pueden regalar auténticos secretos con habla callejera que afloran apenas la primera botella. Quien entra a una cantina recuerda que su pecho no es bodega y limpia su alma como el nerd de “El matadito”. Nadie se cuida las espaldas, todo sale a flote y al día siguiente ni quién se acuerde. Risas, lágrimas, maldiciones, frustraciones y sueños olvidados… nada que no quede entre sus cómplices paredes.
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