Dice Johan Galtung que la violencia directa, delincuencia organizada o común, es sólo la punta del iceberg y no refleja la totalidad del problema en sí. Porque debajo de ella se encuentran dos formas de violencia mucho más peligrosas: la violencia estructural y la violencia cultural.
Ésta última arropa las agresiones criminales dentro de un conjunto de pautas y creencias sociales que justifican a las otras. La violencia cultural se teje a partir de una amplia gama de ideas que asumimos y se refuerzan con las reglas no escritas de una comunidad. Por ejemplo, normalizar, e incluso justificar, la violencia de género, la corrupción, la ostención del narco, el maltrato a las víctimas o la conducta agresiva del conductor de automóvil.
Por su parte, la violencia estructural atenta contra las necesidades humanas básicas: salud, bienestar, libertad, identidad, seguridad. Se incuba en una convivencia social fundada en las inequidades derivadas del contraste entre los privilegios de unos frente a las vulnerabilidades de otros. Los tres tipos de violencia forman un entramado en el que se invocan unos a otros y complican la eficacia de soluciones simplistas.
¿Qué hacer? La Declaración y Programa de Acción sobre una Cultura de Paz de la ONU contempla promover la paz por medio de la educación, el desarrollo económico y social sostenible, el respeto de los derechos humanos, garantizar la igualdad entre mujeres y hombres, promover la participación democrática, la comprensión, la tolerancia y la solidaridad.
¿Suena como un mundo ideal? Tal vez porque en este preciso momento estamos tan lejos de lograr la paz, que ni siquiera alcanzamos a ponernos de acuerdo en cómo y cuándo iniciar. No caigamos en la desesperanza, construir la paz nunca es sencillo pero siempre vale la pena.
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