La sierra nos dio todo, nos lo dio siempre. Cuando llegaba “gobierno” y había que correr por la vida, la sierra siempre fue el refugio.

Si no morimos de sed, fue por los aguajes de la sierra. Cuando en los años más secos, los aguajes cerca de las casas se secaban o daban poca agua; con kilómetros de manguera negra traíamos agua desde “El Manguito” hasta y para todo el rancho, gente y animales bebían de esa agua.

En la época de lluvias, que es cuando las parcelas se sembraban, no se podía tener las vacas en ellas. Era tiempo de subir las vacas a la sierra; allá pasaban hasta que el maíz se pizcaba y el milo moteaba. La sierra las mantenía, en ella tenían agua, pastura y refugio durante esos meses.

Cuando ya no se pudo ni mal vivir de sembrar maíz, milo y ajonjolí; se empezó a sembrar mota. La sierra fue el lugar y la solución. Allá sembramos marihuana y amapola, no para ser narcos; fue solo para no morir de hambre. No solo había tierra y agua para sembrar; vivíamos en cuevas, nos dio el refugio necesario desde la siembra hasta la cosecha.

El hambre se mal pasaba con palomas, liebres, cochis jabalí y cuando la suerte sonreía: venados. Todo eso y más lo dio siempre la sierra. Muchos años atrás alguien sembró unos mangos, la sierra los cuidó y alimentó; cada año íbamos hasta “El Platanar” a cortar de esos mangos y mangas, son los mejores del mundo.

Solo gracias a la sierra comíamos pitayas, nanchis, arrayanes, nanchis amarillas, bonetes, apomas, entre otros sabores. Son los frutos de la sierra y sabíamos dónde estaba cada palo que los daba.

Las tortillas no llegaban a la mesa sin la sierra. Con ella tuvimos todo, sin ella no había nada. A los quesos que le han dado renombre a nuestra tierra, la sierra les dio ese sabor tan característico.

Los patios se barrieron por generaciones con las escobas de malva de la sierra. “El Tule” subía a la sierra, con la luna -no recuerdo en que fase- y cortaba las malvas. Allá las sacudía para que las semillas se quedaran en esa misma tierra y así año con año nacieran malvas nuevas. Las bajaba en su lomo y en lo lomos del burro. Cuando ya se podían comprar escobas en las tiendas, todas las casas tenían al menos una escoba de malva de la sierra, esas barren parejito, duran más que las otras y al barrer, solo mueven la basura, ni la tierra arrastraban. Quien podía, aunque fuera fiado, le pedía a “El Tule” un par de escobas para todo el año.

Por décadas -quizá siglos-, no se usó un solo clavo para construir. Todo, desde las vigas hasta las paredes fueron hechas gracias a la sierra. Se hicieron techos, cercos, corrales, ramadas; se hizo todo lo necesario para vivir.

En la sierra se veía el presagio de las lluvias; al atardecer, los días nublados veíamos a la sierra, le pedíamos a Dios la primera lluvia. Si en la sierra llovía, llovía con ganas; sería un año sin padecer sed y quizá con menos hambre.

“Salió el chorro”… Sabíamos que había llovido mucho cuando desde las casas se podía ver “El Chorro”. El chorro es una cascada que solo cuando llovía mucho se podía ver desde el rancho, a varios kilómetros de distancia. Desde la casa de mi mamá y papá se podía ver como el agua caía formando ondas en el chorro, era como ver la cola de un caballo quieto, moverse sola con el viento; es lo mejor que estos ojos han visto.

Para los viejos era la señal de un año bueno para la cosecha, para la plebada era el anuncio de ir a bañarnos al arroyo. Mis mejores recuerdos son brincando de la piedra de “El Taco” a la mitad del charco junto a mi primos, primas y mi tía Chela.

En la temporada de secas, se hacían “Rosas”; era tumbar la madera de un pedazo de sierra; dejar que se secara y antes de quemarla, sacar de ella toda la leña posible. Hubo quien hasta hacían carbón y lo vendía. Cuando estaba lo más seca posible, con todos los cuidados, se quemaba. Quemar la rosa era algo que se hace así con tanto cuidado que hoy parecería ritual.

Sobre la tierra más quemada, la de color negra, en ella se sembraba sandías y calazas. Allí obtenían el mejor sabor. Las rosas se queman cuidando el aire, es lo que hoy se llama quemas controladas.

Pocas veces a alguien se le salió la lumbre de la rosa; las que sí, vimos con tristeza quemarse parte del cerro, de la sierra. El único límite era la vida; sin preparación alguna ni herramientas más que si acaso una pala, machete y la fe; la quema de la rosa se vigilaba.

Recuerdo ver correr a mi tío Alfredo y a mi papá con puñados de tierra para apagar la lumbre que pretendía salirse. Pateando las brasas, barriendo con ramas recién cortadas la lumbre regreso a la rosa. Eran dos contra un solo trozo de humo y lumbre.

A pesar de todo eso, algunas veces la lumbre se escapó. Desde el rancho vimos con dolor, como en las noches allá en la sierra la línea del incendio parecía una culebrita color naranja fuego. Vimos esa culebrita crecer, moverse de una hora a otra; mi mamá pedía a Dios el milagro que jamás llegó: una lluvia en mayo que apagara la lumbre.

Dolía por palomas que se quedarían sin nido, por los cochis jabalí que huían sin tener donde meterse, por los venados; dolía porque era nuestra sierra. La sierra que siempre nos dio todo. La sierra, que era nuestra sierra, que ahora ardía.

Sé que es lo que se siente, sé cómo se vive. Es por eso que con muchísimo dolor he visto las imágenes y videos de los incendios en Concordia. Me duele su dolor. Me da rabia que quienes cobran y tienen nuestro dinero para sofocar esos incendios hoy se hagan mucho pendejos. Les juro por la memoria de mis generaciones que si ellos, quienes -a pesar de ser su obligación- ni se inmutan con los incendios, hubieran vivido en (y no de) la sierra, aunque sea con la saliva o los miados, pero allá estarían apagando la lumbre.

Si no se puede hacer más; al menos hagamos que no se olvide, que todxs sepan, que todxs recuerden.

Hoy le pido a Dios el mismo milagro que mi madre pedía: una lluvia en mayo que apague la lumbre en la sierra.

Se lo lavan.

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