Por: Nuria González Elizalde, Directora general de Mexicanos Primero Sinaloa
X/Twitter: @Mexicanos1oSin @GlezNu
A veces, lo que ocurre en otras regiones del mundo no solo nos muestra lo posible, sino también lo deseable. Nos inspira, nos orienta, nos recuerda que hay formas distintas de imaginar la política pública cuando se parte de una convicción compartida: las infancias merecen estar al centro.
Así sucedió recientemente cuando organizaciones e instituciones de Sinaloa conocimos el Sistema de Alertas que opera en Bogotá, Colombia. Se trata de una plataforma informática que permite a cualquier integrante de la comunidad educativa identificar y reportar una posible vulneración de derechos de niñas, niños y adolescentes, sin importar dónde haya ocurrido. Más allá de la herramienta en sí, lo que destaca es que el principio de proteger es una responsabilidad colectiva, y las escuelas pueden ser el primer eslabón de una cadena de cuidado.
Uno de los aspectos más enriquecedores de esta experiencia es cómo conjuga el liderazgo institucional con la colaboración intersectorial. En Bogotá, la Secretaría de Educación cumple un papel clave como instancia promotora y articuladora, pero lo hace junto con un ecosistema amplio que involucra a salud, fiscalía, protección social y la comunidad escolar. Esta coordinación no solo da viabilidad técnica al sistema de alertas, sino que lo vuelve sostenible y cercano.
El modelo contempla rutas claras de atención, seguimiento personalizado y un enfoque centrado en las necesidades de cada niña o niño. Reconoce que no todas las violencias se resuelven igual ni en el mismo tiempo y que, a veces, el solo hecho de no tener que repetir la historia ante cada nueva autoridad, ya es una forma de sanar.
Desde Sinaloa, esta experiencia resuena como una posibilidad concreta. Una de las ideas más valiosas que nos deja es que no siempre se necesita una reforma legal para avanzar. Nuestra legislación ya contempla la obligación de dar aviso ante la sospecha de una posible afectación a los derechos de niñas, niños y adolescentes.
En México y en Sinaloa, toda persona —y especialmente quienes trabajan en lo público— tiene este deber legal. Esto incluye casos como el abandono escolar o la asistencia irregular, que pueden ser señales tempranas de una situación más profunda. La ley es clara: proteger sus derechos no es una opción, es una responsabilidad compartida.
Lo que resulta especialmente inspirador del modelo colombiano es su capacidad de convertir una obligación legal en una respuesta institucional concreta, coordinada y continua. En cómo cada actor involucrado sabe qué hacer, cuándo actuar y con quién colaborar. En cómo la articulación institucional se vuelve una práctica cotidiana que permite llegar a tiempo, sostener los procesos y acompañar sin perder la continuidad del cuidado.
Este tipo de experiencias no necesariamente tienen que ser copiadas, pero sí pueden orientar. Funcionan como faros, nos ayudan a trazar rutas propias, informadas y posibles. Nos recuerdan que cuando se pone a la niñez en el centro, y cuando hay voluntad para trabajar en red, se pueden construir políticas públicas más humanas, más eficaces y sostenibles.
Quizás lo más valioso de este intercambio entre Bogotá y Sinaloa es la invitación a imaginar, desde nuestras propias instituciones y contextos, un modelo colaborativo para fortalecer el cuidado y la protección desde las escuelas. La experiencia de Bogotá, con su plataforma, su claridad operativa y su coordinación interinstitucional, muestra que es posible hacerlo bien cuando se construye en conjunto.
Además, la disposición expresada por las autoridades de esta ciudad, de compartir su plataforma informática como un recurso facilitado para su posible adaptación en Sinaloa añade un componente tangible de colaboración interregional. Más que una inspiración, se abre una puerta concreta para construir, desde lo local, una respuesta compartida que ponga a niñas, niños y adolescentes donde siempre debieron estar: al centro.
El cierre de este ciclo escolar deja aprendizajes importantes, pero también desafíos que siguen pendientes. Mirar hacia el ciclo 2025–2026 con experiencias como la de Bogotá en el horizonte puede ser una oportunidad estratégica para fortalecer nuestras capacidades institucionales y avanzar, desde la articulación y la corresponsabilidad, hacia escuelas donde cada señal de alerta se traduzca en protección real. En un contexto como el de Sinaloa, donde la complejidad social exige respuestas sensibles, sostenidas y bien coordinadas, abrirnos a estos aprendizajes es también una forma de construir una política pública con oportunidad y con sentido humano.
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