‹‹Quieren acabar con nosotros››, dice mi amigo paranoico, asiduo a la cafetería de la esquina. Según él, hay quienes quieren acabar con las tertulias y los pocos sitios que quedan para recrearnos y compartir —dice— razonamientos. Se siente acosado por las cámaras, lo intimidan los foquitos rojos. Lo ven raro cuando saca monedas para pagar. Le ofende escuchar el lenguaje de los jóvenes ‹‹pero ellas, ¡por dios!, ellas…›› Le molesta su propio puritanismo ‹‹me odio››.

Tienen un claro interés en perturbar la tranquilidad de esos bohemios diurnos que lo único que hacen es intercambiar saberes. ‹‹Somos filósofos callejeros vulnerables y expuestos››. Implora por que regresen las cantinas, que nos llenemos de cantinas, que se multipliquen esos gloriosos lugares llamados cantinas donde se asiste bajo el anonimato de la barra o el rincón a ahogar fracasos, a llorar, a solucionar el mundo con fantasía, alegatos y empujones. Discutir con un igual, sin el temor de tener enfrente a quien creemos que es, pero que no es. Le han dicho que tienen suficiente información, que ha alimentado bien el algoritmo, que pronto hablará con un holograma. ‹‹¡Por piedad!, ¿qué es eso?, o lo que quiera que sea ese o esa››. Ya ni dice nada, pues teme ofenderlos. Siente que está frente a uno, porque le habla y le habla y —eso que sea lo que dice que es— se queda impávido y responde otras cosas que nada tienen que ver. Mi amigo está enloqueciendo. Teme que su mejor amigo resulte ser un ser creado con IA. Me abraza, me aparta, me mira fijamente y me pregunta si soy yo. Lo confirma y llora de alegría. Retoma el pánico. Teme que lo difamen, que le inventen una historia tan verosímil que hasta él dude de haberla vivido. Ha soñado que es una representación ficticia de algo de lo que no está enterado todavía; un personaje indefinido que forma parte de algo importante, muy importante. Tiene miedo de confundirse tanto y de no saber si es o sigue siendo aquel que alguna vez fue; apenas un sobreviviente de dos divorcios y tres despidos. Eso lo tiene deambulando por las noches, presa del insomnio. Clama por silencio, por un poco de silencio.

Su delirio lo ha llevado a concluir que hay quienes se molestan por su presencia y sus ingenuos soliloquios. Recién escuché decir a unas señoras que “ese fulano” no les daba buena espina; lo único que hacía el hombre —mi amigo, por cierto— era leer su libro distópico y tomar café. Cuchicheaban que lo habían visto caminar solo por las noches, sin ton ni son. A partir de entonces, decidí acompañarlo. Me le uní a mi amigo; ahora somos dos quienes deambulamos por las noches… mas esa noche caminamos tanto, que justo abrían la cafetería de la esquina, esa que tenía escrito en una esquina: que nadie te robe tu derecho a disentir. Sonreímos, ‹‹puro callejero por aquí››.

 

Comentarios: [email protected]

 

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO