Ramón y Bromelio llegaron a mi vida gracias a Neila y a Ana. Ramón, peludo y negro, enorme como un oso, noctámbulo irremediable… me robó el corazón. Bromelio, amante fiel de los emplumados, lo suyo era viajar en el asiento trasero, sacar la cabeza por la ventana y que el viento le cerrara los ojos y le dibujara, lo juro, una sonrisa. Ambos burlaron el tiempo, gozaron siempre como eternos serafines. Bromelio tenía complejo de aristócrata; en sus días de holgazán respondía al llamado de Bromelio Augusto —aunque creo que la alcurnia le llegaba por la minina amistad con la duquesa Dundún, ama y señora de la mansión donde habitaban. En cambio Ramón, aunque nació en el primer mundo, no pasó de las periferias. Era tanta su ansia de vagar que se la pasaba perdido entre caminos boscosos cubiertos de nieve o tomando chapuzones en el río.

Bromelio Augusto, el perro ése, fue tan célebre que, como las chicas británicas, también tuvo su calendario. Lo conocí justo por las historietas que Ana le escribió. El perro ése cobró fama, alcanzó su top de seguidores y lo disfrutamos en todas sus facetas. Nos fuimos enterando de su gusto por corretear emplumados, derrapar en tremendo charco de lodo, hacer gala de sus calenturas, su disfrute al montarse en el asiento trasero del auto, mostrar sus buenos modales y viajar entre Fortín y Tulúm. El perro ése fue todo terreno; calles y vecinos fueron testigo de sus travesuras y extravíos … aunque al saberlo tan despulgado y gozoso de sus siestas en sus impolutos aposentos no negaba que lo dominaban sus dones de noble señorón. El día llegó y lo conocí en vivo una mañana de otoño en un barrio pet frendly para el lanzamiento mundial de su calendario. Minutos antes, tuve el vaticinio perruno más glamoroso que jamás haya presenciado. Pasé al costado de una combi y la vi. Le estaban secando el pelo; su brillo y sedosidad daban envidia. Me detuve en el abarrote de la esquina, quería ver con qué aires salía. Esperé comiendo una bolsita de churros. Deslumbrante, reapareció. Me hechizó; hasta escondí los churritos, me sentí pecaminosa. Descendió con tal galanura y elegancia que costaba creerlo. Avanzaba, y a su paso dejaba una estela de glamour que acentuaba con su hocico levantado. El aroma parecía conjugarse con el tono de sus moños rosas. Caminaba, qué digo, levitaba al ritmo de su amo. Mi cabeza giraba con disimulo para no perderlos de vista. Se largaron, los perdí. Deshechizada, volví en sí a comerme mis churritos, antes de llegar con Bromelio Augusto y contarle la hazaña. Apenas lo vi, me olvidé, él me esperaba con calendario en pata.

Conocí a Ramón en un caluroso verano. Yo lo veía de reojo y contuve las ganas de acariciar su brillante pelo negro y de aventarle un chorro de agua para, según yo, apaciguarle el calor. Ese día no pasó nada, pero en nuestro siguiente encuentro ya lo tenía con sus dos patas sobre mis hombros. Luego, llegó el invierno. Neila y él partían de mi casa aventurándose en la blanca noche. Llegó el día. Ella habló con él. Lo miró a los ojos y le explicó que debían hacer un largo viaje y que debía bajar de peso para costear el boleto de avión. ¿Qué hizo Ramón?, sin respingo, acató la petición; comió la mitad de sus raciones y logró el peso indicado. No podíamos creerlo. ¿Todas las almas se mimetizan?, ¿Ramón tenía alma?, ¿no quería que Neila lo abandonara? Ella y él volaron de Québec rumbo a Colombia. Ramón adoptó la nueva tierra, pero conservó el mismo lenguaje con Neila. Ambos caminaron por la sabana, se habituó a los caldos de papa. Ella leía, pintaba, bordaba… él la veía con esos ojos capaces de enternecer todas las furias. Ambos se miraban y compartían las vidas pasadas y sabían que ante la llegada inminente de la partida sin retorno, sus almas seguirán unidas compartiendo el infinito universo.

La triste noticia. Ellas, sin conocerse, anunciaron las partidas. Neila despide a Ramón y su partida supera todo su humano entendimiento. Ana seguirá su colorido viaje y Bromelio Augusto cuidará su tejónico camino con sus cuatro patitas.

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