Si lo obligaban a decir algo, parafrasearía a la poeta que acababa de escuchar en una entrevista y dijo que en su pueblo todos se conocía por la mierda, pues cuando eran niños no tenían baños y hacía en los patios de sus casas sentados a espaldas unos con otros. No importaba que se rieran de él; ansiaba que los demás también tuvieran historias entrañables que contar. Dijeron que las mujeres vestirían trajes de época y ¿ellos?, como fueran, hacía tiempo que ellos ya no contaban tanto. Imaginaba… suspiró. Sabía que a lo mucho llegaría al encuentro portando su sombrero de paja y su historia de mierda.
Esperó el día. Alguien le contó de qué se trataría el encuentro y no terminaba de entender que dispusieran sillas que habían pertenecido a los encumbrados; que habría textos nostálgicos, pero también provocadores. ¿Qué haría él? Se quedó pensando. No ambicionaba tanto, agradecía con escuchar historias de antaño, de la tierra, desaparecer de la vorágine de empoderamiento que salía de las bocas pedantes que merodeaban por ambos lados de la calle. Él que había sido adicto a los halagos, estaba harto de zalamerías. Quería regresar el tiempo y dibujar la tierra con un palito, como lo hacía su abuelo mientras entonaba alegre el Barzón.
Caminó la calle de siempre. ¿No oyes ladrar los perros?, se dijo cuando escuchó tras la barda de una casona el aullar de uno. Se distrajo y tropezó con un joven que caminaba con la cabeza agachada mirando la pantalla iluminada. Éste le preguntó por la calle de Malintzin. Le dijo que andaba lejos; algo así como a cinco siglos de distancia. El joven lo vio con recelo y aceleró el paso; pensaría que dialogaba con un loco. A su vez él pensó en la precisión con la que hoy se navegaba por el mundo. Se había perdido ya la posibilidad de deambular sin rumbo. De andar y andar sin buscar nada y de pronto sorprenderse con alguna Maga recogiendo hojitas secas, obstruyendo el libre tránsito por la repentina decisión de agacharse parsimoniosamente, justo a mitad de la calle, para llevarse unas florecitas de bugambilia que le habían dicho eran buenas para prepararse un té; hacía días que Rocamadour no la dejaba dormir.
Puntual, le habían dicho. Pensó en el mole verde que habría de comer, en que ojalá no le dieran agruras y tuviera que marcharse antes. Nopales y arroz para acompañar el plato principal. Recordó las nopaleras que su madre sembraba en el bajío. En esa tierra árida que finalmente les habían dado después de tanto pelear. «Nos han dado la tierra», había dicho su parco su padre. «Nada nuevo saldrá de aquí, hombre, resignémonos a lo de siempre», dijo su madre. Ella, según él, era mujer de poca fe. Marchitaba todo antes de que tuviéramos la esperanza. Ojalá tengan café de olla para el desempance, ojalá llueva y el lodo me aclare el camino.
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