Texto y fotos: Aitor Sáez

Michoacán.-Los rayos se cuelan por el grueso follaje y aguijan a Javier Guerrero. El aguacatero da instrucciones a un par de jornaleros que descargan sacos de abono.

—Antes de que se pudiese vender a Estados Unidos (en 1997), nos pagaban un dólar o menos la caja. Ahora ya va por encima de 100 dólares el kilo y el precio sigue para arriba. Se pueden sacar unos 200.000 pesos por hectárea. Se gana veinte veces más que con cualquier otro cultivo. El aguacate en este pueblo nos ha beneficiado mucho, pero también cuesta —asegura Javier, quien ha multiplicado los beneficios de su huerta familiar a la par de los problemas.

El consumo de aguacate en Estados Unidos se ha triplicado en las últimas dos décadas y Michoacán, que produce el 80% del fruto en el país, es el único estado mexicano que cuenta con la autorización fitosanitaria para comerciar con el vecino del norte.

El llamado ‘oro verde’ trajo una boyante riqueza a la región, pero también desigualdad, violencia y devastación ambiental.

La fiebre por el ‘oro verde’ ha acelerado la expansión del cultivo intensivo hasta superar las 180.000 hectáreas,  equivalente a la superficie de Ciudad de México. Cuatro de cada diez aguacates hass en el mundo provienen de Michoacán.

—El gobierno por vía satélite identifica dónde se está talando, pero cuando vienen, les aflojan un dinero y hacen la vista gorda. Todo sigue igual —asegura un productor que se rehúsa a dar su nombre.

Las autoridades michoacanas destruyeron 700 hectáreas irregulares de palta en 2019. Fuentes de esa institución me confirman que los operativos de erradicación tuvieron que suspenderse a mediados de 2019 “por la fuerte resistencia de los campesinos y las agresiones del crimen”.

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El árbol de palta requiere cinco veces más agua que un pino de doce metros. Las pinedas generan agua mientras que los aguacatales la chupan en demasía. La tala inmoderada seca las profundidades terrestres y eleva la temperatura atmosférica. Los incendios acentúan el recalentamiento que disminuye la cantidad de lluvias. Brota menos agua de los manantiales por el sobreconsumo de los mantos freáticos. Una demoledora rueda que causará el colapso de los cultivos de ‘oro verde’ en menos de medio siglo.

Pese al galopante agostamiento, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) entregó concesiones para extraer más de 200.000 metros cúbicos anuales de agua a tres de las principales compañías aguacateras de Uruapan, mientras la mitad de la población de siete comunidades indígenas del municipio sufre desabasto.

—A este ritmo, en diez años ya no quedará agua, ni para el aguacate ni para nadie —lapida Javier, a quien un funcionario le propuso facilitarle el permiso para construir otro pozo de agua y luego revenderla—. ¿Y a cuánta gente voy a perjudicar por ganar más dinero? El problema es que cada vez perforan más y se roban más agua de tomas clandestinas.  Antes los agricultores vigilaban que no les quitasen su producto, ahora andan armados de madrugada para cuidar sus depósitos de agua. Un día nos vamos a matar por el agua.

Javier se considera un productor mediano, aunque su sembradío se desvanece en el horizonte. oculta su mirada bajo el ala del sombrero y elude con rodeos dar la cantidad exacta de hectáreas que posee. Nadie quiere ser, de nuevo, blanco de la delincuencia y revivir la pesadilla.

—Por mi padre, tuvimos que pagar un rescate de 1,7 millones de pesos. A dos primos se los llevaron, uno acabó muerto y el otro desaparecido —cuenta Javier—. Pedían 1.000 pesos mensuales por hectárea y diez pesos por cada kilo vendido. Te dejaban una libreta para ir anotando tu producción y pagarles. Si te encontraban sin la guía, te robaban el camión o directamente se adueñaban de las huertas. Te forzaban a firmar las escrituras.

El parque Cupatitzio es el pulmón de Uruapan, de aguas residuales.

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—¡Es increíble, mira qué color! —se maravilla Juan Manuel Madrigal Miranda a su paso por el suelo de aspecto oxidado que pisa todos los días.

La charanda es una tierra rojiza, desolada por el maltrato al bosque. La tala inmoderada, los incendios y las plagas sin sanar. Esta arcilla pesada se endurece en periodos secos. Se reblandece y se infla por las lluvias. La loma late. Una alfombra aterciopelada que refulge fresca bajo el sol y se encarroña en la sombra. Es una tierra inservible, muerta.

Juan Manuel vive solo en medio de 100 hectáreas de pinos y encinos desde hace tres décadas. Un bosque ubicado en la periferia de Uruapan, en el corazón de Michoacán. Un frente de batalla entre cárteles de la droga que se disputan los bosques y el agua.

Juan Manuel vive solo en un bosque a las afueras de Uruapan.

—Ahí están los halcones (vigilantes de un grupo criminal) —señala una garita de tablones a treinta metros—. Si preguntan, eres estudiante. Me recomienda el ambientalista.

El hombre de 72 años carga una cubeta en su mano izquierda y un machete en la otra, sus utensilios para salir cada mañana a regar las plantas; su única compañía y distracción desde que las balas llovieron sobre su cabeza.

El ambientalista recuerda:

—Escuché un estruendo muy fuerte y me tiré al piso. Se estuvieron disparando como veinte minutos, pero luego duró una hora el olor a pólvora. Un aire y un silencio de muerte. Hasta los pájaros dejaron de cantar —recuerda sobre aquel 22 de mayo de 2019 a las dos de la tarde, a cien metros de su casa. Los Viagras emboscaron un convoy del grupo rival, el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), y abatieron a doce de sus integrantes. El enfrentamiento involucró a un centenar de sicarios.

La charanda se volvió a teñir de sangre. No era el primer combate en esa arboleda, pero sí el que detonó una etapa más dura en estas tierras.

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Juan Manuel tiene ojos diminutos, vidriosos y los párpados inferiores hinchados como a punto de soltar una lágrima. Sus arrugas de la garganta, su perilla canosa y sus prominentes venas en las manos parecen pesarle y encorvar su delgada figura. Viste un polo amarillo con un chaleco de pana que repite todos los días y usa cordones verdes. Tiene aspecto y alma de hippie, pero es un superviviente. Un quijote en estas tierras asoladas.

Cursaba Filosofía en la capital y militaba en las juventudes comunistas, cuando en el ‘68 estalló la revuelta estudiantil. Su familia lo envió a casa de una de sus hermanas en California para ponerlo a salvo. En la Universidad de Berkley, donde solía merodear sin estar matriculado, ahí descubrió el incipiente movimiento ecologista.

—La Tierra será como sea el ser humano. Somos cabrones, pues la destruiremos. Desde ahí que empecé a hablar del calentamiento global y aquí en México me miraban como un loco —resume Juan Manuel de aquellas enseñanzas visionarias.

Viajó largos periodos por todo Michoacán para impartir talleres de composta, huertos sostenibles y reciclaje, tanto en facultades como en comunidades indígenas. Allá donde iba, regalaba semillas orgánicas, por lo que se ganó el apodo de Juanito Manzanas, el legendario arboricultor nómada de Estados Unidos.

Aquí fundó Viva Natura, una de las primeras organizaciones ambientalistas en el país, que logró detener algunos saqueos de madera y manantiales.

—Lo más importante del movimiento por el medio ambiente es que haya ejemplos vivos de lo que significa la naturaleza. Necesitábamos un lugar donde mostrar que era posible una vida sustentable —asegura el profesor sobre la idea que emanó del encuentro.

Pero la historia del proyecto, de este bosque, es una historia que entreteje agua, bosques y violencia.

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—Toda la tala de este bosque esconde un plan más ambicioso, meterle luego aguacate. Los ejidatarios viejos de Zumpimito eran campesinos, valoraban su bosque, pero ahora los jóvenes por 500 pesos (veinte euros) dejan que te lleves la madera que quieras. Se venden a cualquier precio —se queja Juan Manuel, organizador de varias manifestaciones en contra la sobreexplotación aguacatera.

El autosustento con la resina evita el desarrollo de otras nocivas actividades productivas, como los aguacatales, que consumen cinco veces más agua que los pinos.

Sus enérgicas reclamaciones enardecieron a algunos productores, quienes primero lo insultaron por chats de whatsapp y a quienes inculpa de robarle su coche. Ante su vehemencia, finalmente, redoblaron las amenazas.

—Hace un año y medio me dejaron un muertito en la entrada. Hace varios meses, otro asesinado tirado encima de un auto. Los aguacateros son muy poderosos, andan con matones para que los cuiden y también se dedican a intimidar —explica sobre los cuerpos encontrados en la valla que bordea el Ecocentro—. Son señales, no es casualidad.

Los políticos no quieren frenar esto, porque forman parte del negocio, tienen cultivos de aguacate o cobran de ellos —considera Juan Manuel, quien vio esa colusión de primera mano al trabajar como secretario técnico de la Comisión de Ecología del Congreso del Estado entre noviembre de 2019 y enero de 2020, cuando renunció a su puesto, despavorido por las corruptelas.

Los kuaris patrullan las calles de la comunidad para protegerla del amalgama de cárteles que se disputan la zona, explotada por la industria maderera

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Uruapan es la capital del lucrativo negocio, donde se instalaron las grandes empresas comercializadoras. Uno de los polos económicos más dinámicos del oeste de México y donde más se evidencian los lastres del aguacate, de la repentina fortuna: estilosos chalés adosados junto a barracas de ladrillo descubierto; concesionarios de lujo al lado de comercios ruinosos; las fronteras invisibles en suburbios donde quedó prohibido transitar, las calles desérticas.

El vaivén comercial de sus 320.000 habitantes disfraza el profundo desasosiego de la segunda urbe mexicana con mayor sensación de inseguridad (94,1%). Uruapan también se ha erigido como baluarte de una amalgama de cárteles atraídos por el suculento pastel de aguacate.

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A finales de 2018 repuntó la violencia criminal con la implacable irrupción del Cártel Jalisco, resuelto a ensanchar sus dominios. Eso incluía pelearse el botín aguacatero con una mezcolanza de, al menos, una docena de bandas afincadas en la zona de Uruapan.

—La delincuencia se ha vuelto a poner muy muy fuerte. Hace poco balearon a un compañero que trataban de levantar (secuestrar), han vuelto a cobrar cuotas (extorsiones), a asaltar camiones. Afecta a todo el gremio. Las carreteras están cerradas muchas veces, porque ponen retenes. Hay toques de queda en que ni los niños pueden ir a la escuela —explica Jaime Blanco, propietario de Yarely, una pequeña empacadora que distribuye al interior de la república.

Su rendimiento es limitado en comparación a las multimillonarias ventas a Estados Unidos. La cuota para adherirse a la Asociación de Productores y Empacadores Exportadores de Aguacate de Michoacán (APEAM) —requisito indispensable para exportar— asciende a los 300.000 dólares anuales. En 2014, el presidente de esa patronal apareció en un video reunido con Servando Gómez, alias La Tuta, líder de Los Templarios, acompañado por otros empresarios y políticos locales.

Blanco le quita hierro y matiza que en aquella época era común negociar con el narco para resolver percances y rebajar tensiones, por voluntad propia o bajo amenaza. Lo sabe, aunque su rudimentaria fábrica se mantiene al margen de esas presiones, según dice. Varios jóvenes descargan cajas al son de Los Tucanes de Tijuana y su canción Barbarino, gatillero de la vieja guardia del cártel de Sinaloa que se hizo famoso por míticos narcocorridos dedicados a una carrera que sólo podía terminar ultimada a balazos:

La empacadora Yarely opera a nivel nacional, porque los ingresos no alcanzan para pagar la cuota anual de 300.000 dólares para pertenecer a la APEAM, la asociación de exportadores aguacateros, requisito indispensable para comercializar hacia Estados Unidos.

“Trae más armas que el gobierno y más gente que Al Qaeda, apoyado por el Mayo y Joaquín Guzmán Loera. Me refiero a Barbarino, hombre valuado en docenas”.

El jolgorio y la música del camión se silencian al sacar mi cámara. Tanto los mozos como los operarios del empaque se afanan en taparse el rostro.

—Hay mucho pánico. La gente no quiere ni salir a la calle por el miedo. Las cuadrillas de recolectores no quieren salir ni a cortar, porque los paran, los investigan, los esculcan. Quedan pocos municipios libres —sentencia Jaime.

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En las principales avenidas de los pueblos, tropeles de hombres aguardan desde temprano la oportunidad de hacinarse en la parte trasera de alguna camioneta que les dé trabajo en la huerta. Son el eslabón más débil del ingente lucro y de una cadena productiva maniatada por la delincuencia organizada.

“¡Ya te chingaste, ya pronto se te lleva la maña!”, gritan entre carcajadas varios cortadores mientras hablo con uno de ellos. Los demás, se esconden entre las espesas copas del aguacatal, cuyo propietario prefiere omitir su ubicación. Asegura que con frecuencia los cárteles secuestran a las cuadrillas para llevarlos a cortar a sus terrenos. A veces los regresan y otras, los desaparecen. A Javier Medina le cuesta encaramarse por las retorcidas ramas a unos diez metros de altura.

 

—Es peligroso, es fácil caerse. Uno ya de avanzada edad no puede seguir trabajando en esto, es arriesgado, pero aquí no hay más chamba. Uno sobrevive con lo que haya —afirma a sus 49 años.

Hace diez que se metió de cortador, porque el pago es mucho mejor que, por ejemplo, en los campos de maíz. Gana 400 pesos por una jornada de nueve horas y en la tarde completa el sueldo con otros quehaceres. Forma parte del 51% de Uruapan que vive en la pobreza. Antes, el distribuidor se ocupaba del contrato y tenía seguro médico, pero recientemente el servicio de cuadrillas se ha delegado en subcontratas que no siempre brindan esas prestaciones mínimas.

—Pues si me caigo, ya no sirvo. ¿Ya para qué el seguro, si no voy a tener para comer? Cada vez pagan menos porque lo ven a uno tarugo y ha bajado el trabajo. Antes hacíamos seis días corridos (seguidos) y ahora sólo tres o cuatro. Cada vez vienen más cuadrillas de fuera —se queja Javier.

“¡Por los de Oaxaca!”, vociferan a lo lejos.

—¿Supone un riesgo trabajar en las huertas?

—¿Por las caídas? ¿Los bichos? —esquiva la pregunta con una sonrisa nerviosa.

—Por el crimen.

—No, aquí está muy tranquilo, todo calmado —atiesa el bigote.

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Tanto en el núcleo como en las lomas de Uruapan resulta muy difícil que alguien hable del CJNG. Quien lo hace, siempre se refiere a los narcos como “los nuevos”, “los que recién llegaron” o a lo sumo “los de Jalisco”; aunque se sabe quiénes son y en dónde están: “pa’l norte de la ciudad es su territorio”, “controlan de la central (de buses) pa’ arriba”, “se metieron por Zamora y ya tienen su base en Los Reyes”.

Un par de semanas antes de mi visita, el 3 de febrero de 2020, varios sicarios del CJNG masacraron a nueve personas, entre ellos a cuatro menores. Entraron en el local de máquinas tragaperras preguntando por dos integrantes de Los Viagras y al no obtener respuesta empezaron a disparar. En la escena hallaron 65 balas.

Por la carretera federal entre Uruapan y Peribán de Ramos, localidad a 65 kilómetros, nos rebasan a toda velocidad cuatro pick ups blancas con los cristales tintados. Nos orillamos en señal de que nuestra camioneta no tiene nada que ver con lo que esté aconteciendo. “Esos son del (cártel) Jalisco. Mejor vamos despacio por si hay balacera adelante”, suelta el conductor, quien el último año se ha quedado tres veces en medio de un fuego cruzado. Los lugareños reconocen los vehículos de cada banda, sus movimientos y zonas de influencia. Y esa dirección no corresponde al CJNG. “Últimamente se están dando duro por esta área”, agrega.

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Juan Manuel se crió en una familia de madre soltera y seis hermanos que andaban con los zapatos agujereados. Su hogar se ubicaba a dos cuadras del bulevar Industrial. La neurálgica calle empedrada y sus rústicas casitas de pizarra escupen la decadencia de lo que bien pudo haber sido un ‘pueblo mágico’ y quedó en infierno. Por donde antaño paseaban ríos de turistas desde la plaza mayor hasta un bello parque de manantiales, hoy los vecinos se apresuran en cruzar las desoladas calles. Ya las fachadas se desconcharon, repletas de garabatos y persianas bajadas.

—Cuando era pequeño se hablaba de muertos o robos como algo de otro mundo. Desde por la mañana se abrían las puertas de las casas para que le corriese aire a las plantas —menciona el profesor sobre su infancia y la costumbre tan michoacana de decorar los pasillos con macetas—. Nunca imaginé que íbamos a llegar a este punto de violencia.

Los de Jalisco también tocaron a la puerta del Biólogo. Un supuesto comandante del cártel telefoneó a muchos habitantes de Uruapan para exigirles dinero a cambio de brindarles supuesta seguridad.

—Esto jamás fue así. Siempre ha habido pobreza, pero no había tanta antítesis. El aguacate es el causante de toda esta desigualdad. Ha traído mucha riqueza, pero mucha violencia —se indigna mientras muestra fotos antiguas de colegas sonrientes en lugares emblemáticos de la ciudad—. Ha traído violencia hacia las personas y hacia la naturaleza.

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Pipero; un oficio peligroso

 

Juan Manuel se sienta en unas banquetas colocadas en círculo, cubiertas de pinaza, al igual que las largas mesas de picnic:

—Aquí hacíamos unas fogatas preciosas. Venían alemanes, españoles, holandeses… hasta quince jóvenes de diferentes nacionalidades. Nos poníamos a tocar música y a charlar sobre el futuro del planeta.

Los extranjeros dejaron de venir hace más de una década, cuando reventó la llamada ‘guerra contra las drogas’ en México, iniciada precisamente en Michoacán. Cuando Uruapan se convirtió en la tercera ciudad más violenta del mundo.

Los sábados acudían familias enteras a celebrar cumpleaños, no sin antes ofrecerles un recorrido guiado. Entre semana Juan Manuel siguió recibiendo a niños y niñas de escuelas para enseñarles la fauna y flora endémicas, y a universitarios que aprendían sobre agrosistemas y técnicas de conservación..

—‘Maestro, yo siempre creí que la vida podía ser de otra forma y esta visita me lo demostró’ —le dijo una vez un estudiante—. Eso fue un regalazo para mí, fue la mejor recompensa, por eso ya valió la pena —asiente el Biólogo sobre su soñada reserva natural, hoy abandonada y amenazada.

La maleza engulle los cinco cobertizos esparcidos que conforman el Ecocentro, de listones carcomidos y tapados con una lona para evitar filtraciones de lluvia. Una viga rota amaga con derrumbar el techo del aula principal. El moho corroe la amplia cocina. Sólo quedan la mitad de los colchones en las seis literas del dormitorio común. Un deshidratador de verduras que él mismo fabricó yace destartalado entre los matorrales.

Hace una década que el proyecto dejó de obtener subvenciones y Juan Manuel ya no recibe a nadie por razones de seguridad. Ese febrero de 2020, fui su primera visita en más de un año.

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A finales de 2018 se mudaron a Arroyo Colorado decenas de miembros de Los Viagras, banda criminal surgida de antiguas autodefensas, cuyo nombre proviene del uso excesivo de gomina por parte de sus fundadores, los hermanos Sierra Santana, para peinarse el pelo de punta. Hicieron del arrabal, uno de sus cuarteles. A veces Juan Manuel se cruza con hombres —o mejor dicho, muchachos— armados y encapuchados:

—Normalmente ni nos miramos, pero en una ocasión me dijeron: ‘¡Ah, usted es el que ayuda a la gente, el Biólogo, qué buena onda!’. Quizá mi labor comunitaria me salvó la vida y me la sigue salvando, pero pueden cambiar de opinión. Son chavitos de 16 años que van con los pinches fusiles. Son pobres sin oportunidades, producto de las circunstancias. No querría verlos en la cárcel.

—¿Por eso sale con el machete? —le pregunto.

—¡No! Es algo psicológico para sentirme seguro —se ríe—. Con los malandros no sirve de nada, andan con puro cuerno (AK-47). Esto es sólo por si me encuentro algún maleante. Antes había un par de adictos que me molestaban. Algunos días sacaba una vieja escopeta para asustarlos, pero ya hace tiempo que no están. Me contaron que los mismos viagras los habían desaparecido. Ellos imponen su ley…

A ratos Juan Manuel enmudece repentinamente y eleva su mirada, pensativa, misterioso, clavada en alguna nube, unas ramas, un pájaro o quizá en nada concreto; un ápice de demencia que disimula bajo sus apuntes históricos. Se detiene al lado de un tanque de agua, pero esta vez agacha la cabeza.

—No mires demasiado, ahí arriba de esa colina están los pillosos (Los Viagras), donde hacen el desmadre talando. También los he visto bañarse aquí en mi depósito. Por ahí se dan bala con los de Jalisco. Ésos, si se enteran que soy ambientalista, nos dan chicharrón (tirotean) antes de preguntar—se refiere al CJNG—. Ya no podemos avanzar más.

El Ecocentro se encuentra en un territorio disputado entre Los Viagras y el CJNG. Una pugna que derrama sangre para apropiarse de una calle o media hectárea.

La privilegiada ubicación del Ecocentro, permite que crezcan árboles de frío como de calor, pinos y plátanos. Hacia abajo se desliza el valle que trae un aire cálido durante el día y por la noche predominan los vientos frescos de la parte alta. Con mucho esfuerzo, cariño y mucho abono, Juan Manuel logró que en la charanda germinase caña de azúcar, mango y papaya.

—Antes tenía una hortaliza preciosa, pero, no la pude conservar, porque estamos en tiempos de guerra. Los vegetales son como bebés, necesitan calma, requieren de logística para cuidarlos. También tenía muchos perros que no pude mantener —lamenta el ambientalista, que subsiste con un sueldo mensual de 5.000 pesos por dar clases en la universidad.

El ruido de las motosierras quebrantan la tranquilidad del lugar. Frente a su casa transitan hasta treinta veces al día caravanas de camiones cargados de troncos y hombres armados. El estrépito desvela a Juan Manuel en la madrugada.

—Incluso han metido maquinaria pesada para abrir caminos. Calculo que han cortado 30.000 pinos, la mitad del monte. Este bosque es regulador del clima de Uruapan. Ya he notado un calor inusual —asevera—. Además, hay manantiales en riesgo. El agua viene de los pinos, que son como fábricas de agua. Sin este bosque, habrá menos agua en toda la región.

Varias colonias de Uruapan han sufrido un creciente desabasto de agua debido a la deforestación. Las autoridades estatales y municipales tienen conocimiento del atropello, pero hasta ahora no se han tomado medidas para proteger la zona.

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La cabaña de madera y tejado puntiagudo del septuagenario se mimetiza con el ecosistema por los detalles verdes y paredes amarillas, donde trepan unas enredaderas marchitas y cuelga una desgastada vitrina con información turística.

La cerradura de la puerta todavía tiene la huella de una bota. El 15 de junio de 2019, varios elementos de la policía estatal asaltaron el Ecocentro y robaron herramientas de valor, colchones, ropa, documentos y paneles solares, indica el Biólogo. Algunos vecinos vieron ingresar a tres patrullas encabezadas por el comandante Daniel Alfonso Moreno, identificado por sus abusos contra la ciudadanía y relegado a otro municipio en agosto de ese mismo año.

Al momento de interponer la queja, los mismos funcionarios judiciales avisaron a Juan Manuel que sería difícil investigar el caso, dado que “existe mucha corrupción” en el Departamento de Asuntos Internos de la Policía Michoacán. En ese segundo allanamiento en menos de un mes, los presuntos agentes dejaron una nota de advertencia:

“Ni te me arrimes, que ya sabemos que tu los escondes aquí en tu ecosentro biologo. Te llamas Juan (sic)”.

 

—No me van a callar ni me van a mover de aquí —murmura el anacoreta mientras abre la puerta, que de inmediato cierra con llave, pese a vivir en mitad de la nada.

Resulta imposible caminar por la sala principal sin tropezarse con las pilas de libros, archivos y cajas. Las tablas crujen tétricas a cada paso. Unas estrechas escaleras llevan a la planta de arriba, donde apenas cabe un maltrecho colchón, un fogón a gas y un escritorio repleto de papeles y notas.

Juan Manuel se amoló a una soledad que llena dibujando y escribiendo ensayos, poemas y demás reflexiones hasta que la luz del día se lo permite. Cuando le invade la inspiración, prende algunas velas o tira un cable hasta la batería de su coche para encender una tenue bombilla. Las estanterías se arquean por el peso de las enciclopedias, cintas y casetes. Abarrotó las paredes de crucifijos, imágenes del evangelio, de buda, y retratos de sus padres y sus dos hijos. Varias figuras indígenas y orientales terminan de rebosar el dormitorio-cocina-despacho de unos veinte metros cuadrados, insuficientes para almacenar toda una vida de retraimiento y activismo.

—La naturaleza es uno de los lenguajes por donde el misterio de dios nos habla. Es belleza —concluye el diogeniano sobre su holística percepción del mundo, cuya explicación interrumpe por momentos para alertarme—. Corre la mosquitera para que no te vean. Si ves a alguien, me dices.

Otras veces detiene la conversación para admirar un piulido, el aleteo de las hojas sacudidas por la brisa o el enjambre de insectos que revolotean sobre un cesto de frutas casi podridas, su dieta habitual.

—¡Escucha los jilgueros, cantan increíííble! —exclama con hincapié en el atributo que repite entusiasmado ante cualquier expresión del entorno.

Inclina levemente su cuello para contemplar por encima de sus gafas. Desde el palmo de balcón del segundo piso, Juan Manuel medita todas las tardes con la vista perdida en un horizonte cada vez más ralo. “Hola, don Juan, ¿cómo está”, le gritan unos chiquillos que pasan a buscar algo de leña y lo despiertan de su embelesamiento:

—¿Cómo me voy a ir? Esto es bello. Si me voy, lo destruyen.

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Esta nota fue publicada originalmente en Pié de Página, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes ver la publicación original.