Texto: Alejandro Ruiz y Daniela Pastrana

CIUDAD DE MÉXICO. – El Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico de los crímenes cometidos en la llamada Guerra Sucia presenta este viernes el informe final de la colección Fue el Estado. Dividida en 6 volúmenes, la investigación confirma que, entre 1965 y 1990, al menos 8 mil 594 personas fueron víctimas de graves violaciones a los derechos humanos cometidas por el Estado Mexicano.

La cifra es resultado de la investigación de tres comisionados del Mecanismo: Abel Barrera Hernández, David Fernández Dávalos y Carlos A. Pérez Ricart, quienes partieron de una redefinición del concepto de contrainsurgencia: la estrategia que el Estado mexicano usó para desmovilizar a grupos organizados y potencialmente subversivos del país, así como a las disidencias de partidos políticos e instituciones de seguridad.

La redefinición del concepto busca colocarlo en un lugar amplio, donde los crímenes cometidos durante el periodo conocido como la Guerra Sucia no sólo se avocaron a la desmovilización de las organizaciones político-militares, sino también a un conjunto de comunidades, organizaciones e individuos que se opusieron, de una u otra forma, a las políticas de desarrollo o que cuestionaron el autoritarismo del régimen. Esta reconceptualización parte de una premisa: que toda grave violación a los derechos humanos está ligada a un proceso de acumulación de capital y de la movilización de las estructuras del Estado para asegurar sus intereses. Por eso, más allá de la contrainsurgencia, la violencia de Estado también estuvo dirigida al control y sometimiento de campesinos, obreros, estudiantes, comunidades indígenas, y diversidades sexo-genéricas.

La tesis no fue compartida unánimemente por todos los comisionados del Mecanismo. La comisionada Eugenia Allier Montaño trabajó por separado la colección Verdades innegales, que recupera los testimonios y casos de víctimas relacionadas a Organizaciones Político Militares o disidencias políticas. Su informe, que presentará públicamente en los próximos días, se concentra en documentar únicamente el sistema represivo contrainsurgente en México y tiene un amplio apartado dedicado a los llamados Vuelos de la Muerte, que se desarrollaron en dos etapas: la primera entre 1971 y 1974 principalmente a través del uso de helicópteros, y la segunda a partir de la segunda mitad de 1974, con la implementación del Plan de Operaciones Atoyac.

“Los años 1965 y 1990 la violencia política de Estado, realizada de manera generalizada, sistemática y planificada, estuvo dirigida a desarticular y aniquilar a los grupos políticos considerados peligrosos para el proyecto de nación enarbolado por los gobiernos de la coyuntura”, dice un resumen de 400 hojas de esa colección, que fue comentado con Pie de Página por el equipo de investigadores.

El debate, sin embargo, no deja afuera lo central: el Estado mexicano, con sus aparatos políticos y de seguridad, reprimió, torturó, asesinó y desapareció a personas a discreción para salvaguardar su status quo y su proyecto de desarrollo.

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Fue el Estado: violaciones sistemáticas, más allá de la contrainsurgencia

 

La colección Fue el Estado plantea que la violencia del Estado durante el periodo conocido como Guerra Sucia no sólo se concentró en contra de militantes de organizaciones político-militares, movimientos estudiantiles u organizaciones laborales-sindicales. Para realizar la investigación, los comisionados del Mecanismo realizaron 148 viajes de trabajo de campo en 23 estados de la República. Además, consultaron directamente documentos en 95 acervos públicos y privados.

“Las violaciones que ocurrieron dentro del campo de acción que habilitó la contrainsurgencia, más allá de si las víctimas fueron o no los destinatarios directos de la política contrainsurgente, tuvo un carácter sistemático por tratarse de una intervención deliberada del Estado para hacer frente a algo que le significaba un problema”, dice el informe proporcionado previamente a Pie de Página.

Los investigadores identifican, al menos, a once conjuntos de víctimas: comunidades campesinas, indígenas y afromexicanas; miembros de movimientos urbano-populares; periodistas; personas refugiadas guatemaltecas; personas de las disidencias sexo genéricas; miembros de organizaciones político-partidista; comunidades violentadas por la imposición de políticas de desarrollo; habitantes de zonas en las que se llevó a cabo el combate al narcotráfico; personas marginalizadas y criminalizadas; disidencias religiosas; miembros de las fuerzas armadas y policiales.

Estos grupos de víctimas permiten ampliar el abanico de perpetradores o responsables de las graves violaciones a los derechos humanos. Los perpetradores, además de pertenecer al Ejército, la Marina Armada o la Dirección Federal de Seguridad, también fueron cuerpos policiales Federales, Estatales y Municipales; funcionarios de Ministerios Públicos, del Instituto Nacional de Migración, o dirigentes de partidos políticos, como el PRI, que, a la vez, usaron a organizaciones o grupos afines, como la CTM, CNC o la CROM, así como pistoleros a sueldo conocidos como guardias blancas, o grupos paramilitares.

También, resalta la implicación de gobernadores, presidentes municipales y hasta funcionarios del Ejecutivo Federal, así como gobiernos extranjeros, como la entonces República Federal Alemana o Guatemala, y las agencias de los Estados Unidos, como la Agencia Central de Inteligencia (CIA), la Administración para el Control de Drogas (DEA) y el Buró Federal de Investigaciones (FBI), quienes instruyeron en métodos de tortura y tácticas de contrainsurgencia a las autoridades mexicanas, alimentando la lógica del enemigo Interno, que después se trasladó al paradigma de la guerra contra las drogas que prevalece hasta nuestros días.

Sobre esto, dice el texto, la formación y adiestramiento militar “permitió la transferencia de capacidades para la contrainsurgencia, alineada a las agendas políticas económicas y de seguridad estadounidense».

Las responsabilidades también se extienden a grupos empresariales, o caciques locales, quienes, amparados por la impunidad que prevaleció en las instituciones de Procuración de Justicia, también utilizaron métodos de contrainsurgencia para salvaguardar sus intereses económicos en los territorios que resistían ante el despojo.

El documento detalla que, “la investigación de esclarecimiento permitió constatar que lo característico de estas dos décadas y media (1965-1990) fue precisamente el giro contrainsurgente de la década de 1960”.

Y añade que, éste giro «reorganizó una variedad de prácticas represivas del Estado en torno a un nuevo eje ideológico y creó nuevas. Esta rearticulación, lejos de desplazar prácticas anteriores, terminó engulléndolas y resignificándolas bajo un nuevo paradigma.

“De esa forma, violencias de vena capitalista, de vena patriarcal, de vena político-ideológica, de vena racista y clasista terminaron por desembocar en un mismo caudal. El efecto no fue sólo retrospectivo: la contrainsurgencia terminó imprimiendo su sello en los subsecuentes emprendimientos represivos contra diversas poblaciones”.
Los métodos de contrainsurgnecia, constitutivos de graves violaciones a los derechos humanos, identificados en esta colección son los siguientes: detención arbitraria; prisión por motivos políticos; ejecución extrajudicial; masacre; desaparición forzada; desaparición forzada transitoria; tortura; tortura sexual; violencia sexual; violencia reproductiva; exilio; desplazamiento forzado.

Monte Chila: la ocupación militar para disuadir la lucha por la tierra

 

El Informe reconoce que la aplicación de estrategias contrainsurgentes contra comunidades campesinas, indígenas y afroamericanas fue constante durante el periodo de 1965 – 1990. El objetivo de éstas acciones, afirma el Mecanismo, fue minar las bases de las organizaciones político-militares, pero también acabar con las luchas por los derechos agrarios y, con esto, afianzar el control del territorio por parte de las fuerzas de seguridad.

El resultado de esta estrategia fue el desplazamiento de comunidades enteras, y también, masacres inenarrables que alimentaron el terror colectivo, y en algunos casos, disuadieron la organización.

Este fue el resultado de la ocupación militar en Monte Chila, Jopala, en Puebla, donde en 1970 el Ejército masacró a 50 campesinos que peleaban por la creación de un núcleo agrario desde la década de los 60, enfrentándose a terratenientes locales quienes, de acuerdo a testimonios recogidos en el Informe, «cooperaron de mil pesos en ese tiempo […] para mandar pistoleros a robar para que le echaran la culpa a los que estaban ahí”.

Así, la madrugada del 28 de enero de 1970 miembros del Ejército mexicano adscritos a la 25/a Zona Militar, en Puebla, entraron al poblado de Monte Chila acompañados por agentes de la Policía Judicial. Al entrar al poblado, las fuerzas del orden comenzaron a asesinar a los campesinos, y según testimonios de la época, también a menores de edad, mujeres y ancianos, la mayoría de origen tutunakú.

Tras la masacre y ocupación del poblado, la cual duró aproximadamente un mes, las autoridades del estado de Puebla, en ese entonces gobernada por el General Rafael Moreno Valle, intervinieron en la comunidad. No lo hicieron para esclarecer las denuncias de tortura o asesinatos, sino para posibilitar la elección de nuevas autoridades. En concreto, intervino Antonio Flores Rojas, en ese entonces director de gobernación del estado de Puebla, quien el 7 de febrero promovió la elección como Primer Regidor de Camilo Cruz López, identificado como uno de los pequeños propietarios de Monte Chila.

Aunque la lista oficial habla de 50 víctimas de graves violaciones a los derechos humanos, el Mecanismo estima que éstas pueden ascender a 600 personas que, además de la masacre, fueron víctimas directas o indirectas de desaparición forzada, ejecución arbitraria y detención arbitraria prisión por motivos políticos.

El ciclo de impunidad

 

El 20 de agosto de 1988, después de que las protestas que denunciaban fraude electoral en contra de Cuauhtémoc Cárdenas y a favor de Carlos Salinas de Gortari en la elección presidencial, un hecho sacudió a la entonces Delegación Azcapotzalco.

Ese día, los cuerpos de cuatro jóvenes estudiantes: Jesús Ramos Rivas, de 16 años; Jorge Flores Vargas y José Luis García Juárez, ambos de 17 años y Ernesto del Arco Parra, de 18, aparecieron dentro de un automóvil con tiros en la cabeza. El automóvil donde los encontraron era el mismo que dos de ellos usaron una semana antes para denunciar el fraude electoral. Los jóvenes pertenecían a un comité en defensa del voto cardenista.

En ese entonces, la Procuraduría General de Justicia dijo que el móvil del asesinato fue un «accidente de tránsito», negando los motivos políticos. En una declaración medios, el entonces director de la Policía Judicial del Distrito Federal, Jorge Obrador Capellini reforzó esta hipótesis diciendo que él no conocía «ningún partido político de niños».

La conclusión de la Procuraduría se basó en el testimonio de testigos fabricados, acusaron familiares de los jóvenes asesinados. Años después, los testigos en el caso entraron a la Policía Judicial. Según el informe Un sexenio de violencia política, elaborado por la Secretaría de Derechos Humanos del PRD, la evidencia apuntaba a que en el asesinato de los jóvenes participaron, al menos, seis agentes de la Policía Judicial.

Para el caso se creó una Fiscalía Especial, que insistió en que el móvil del asesinato fue un hecho de tránsito. En junio de 1993 la Fiscalía se cerró por decreto gubernamental. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, en 1991 y 1993, publicó oficios donde se deslindaban de la responsabilidad de atraer el caso.

El 25 de abril de 1996, la Procuraduría detuvo a cuatro policías por el asesinato: Antonio Infante, adscrito a la Dirección General de la Policía Judicial; Oscar González de la Vega, jefe de grupo y comandante de Aprehensiones en la delegación Tlalpan; Andrés Arreguín Vázquez, de la Dirección de Aprehensiones, y José Bárcenas, asignado a la Dirección de Investigaciones.

En 2005, una solicitud ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos reveló que Santiago Rodríguez Mata, el policía acusado de ser el responsable directo de los crímenes, aún estaba prófugo de la justicia, y que las autoridades del Distrito Federal no lo estaban buscando.

Operación Cóndor: la fachada de la guerra contra las drogas

 

El arranque de la Operación Cóndor en 1976 marcó un punto de inflexión en la historia del combate al narcotráfico en México. A petición de los Estados Unidos, el ataque frontal a las organizaciones criminales derivó en el uso desmedido y arbitrario de la fuerza que, como precisa el Informe, resintieron, principalmente, las comunidades empobrecidas de campesinos e indígenas.

Un caso que ejemplifica esto es el de los pobladores del municipio de Guadalupe y Calvo, en Chihuahua. En 1976, llegaron agentes federales que, junto con el Ejército mexicano, cometieron graves violaciones a los derechos humanos como detenciones arbitrarias, tortura, desaparición forzada transitoria e intentos de ejecuciones extrajudiciales.

Éstas prácticas, aprendidas por las fuerzas del orden a partir de la estrategia contrainsurgente y la Escuela de las Américas, se replicaron en muchas de las comunidades norteñas donde, bajo el pretexto de combatir al narcotráfico, se incurrieron en graves violaciones a los derechos humanos.

Algunas de éstas prácticas cometidas por agentes de la Policía Judicial Federal, militares y Ministerios Públicos, fueron documentadas en 1978 por los abogados y defensores de Derechos Humanos Carlos Morán Cortez, Norma Corona Sapien, Jesús Michel Jacobo y otros que entrevistaron a internos del Centro de Readaptación Social de Sinaloa.

La lista, recuperada en el Informe del Mecanismo, incluye golpes con los puños y culatazos en los testículos, abdomen, costillas, cara y nuca; golpes con las palmas abiertas sobre los oídos (maniobra conocida como golpe de conejo) que rompen los tímpanos; arar a los detenidos con el compás abierto al máximo, maniatados y vendados de los ojos, durante días y noches, mientras es golpeado a culatazos; introducción de bebidas gaseosas (Tehuacán, Pepsicola), alcohol o gasolina por la nariz, con la boca fuertemente atada, mientras la persona está atada a una tabla, y un agente le presiona el tórax sentándose sobre él; toques eléctricos, con el cuerpo completamente desnudo y mojado, en órganos sexuales, boca y ano; introducción de la cabeza en excusados llenos de excremento humano; quemaduras con cigarrillos en todo el cuerpo; martirio de hijos y esposas en presencia del detenido; piquetes con los dedos en ojos, oídos y región hepática; mantenimiento del detenido colgado de los pulgares de ambas manos, por tiempo indefinido; reclusión en espacios estrechos en condiciones de calor extremo.

Los números del horror

 

En total, la colección Fue el Estado identificó 8 mil 594 víctimas de graves violaciones a los derechos humanos. El número de violaciones asciende a 1 millón 174 mil 316.

La mayoría de los casos, según las investigaciones, fueron casos de detención arbitraria, contabilizando 4 mil 9 eventos. Del conjunto de los 11 grupos de víctimas, el que concentró más casos fueron las que militaban en organizaciones político-partidistas, con 2 mil 689 víctimas.

Los estados en donde se documentaron más casos para este Informe fueron la Ciudad de México, con mil 119 eventos; seguida de Chiapas (961), Oaxaca (850), Guerrero (734) y el Estado de México (710).

Los años donde se registraron más graves violaciones a los derechos humanos fueron 1983, con 901 casos; 1978, con 718 casos; 1986 con 657 casos; 1974, con 642 casos, y 1973 con 545 casos.

En total, el MEH estima que 123 mil 34 personas fueron víctimas de desplazamiento forzado. El Mecanismo identificó 113 eventos de desplazamiento forzado interno entre 1965 y 1990. La mayoría de las víctimas se concentraron en el Estado de México, Guerrero, Chiapas y Oaxaca.

Las agresiones, también, se extendieron hacia las fuerzas del orden (militares, policías y agentes) que disintieron de las órdenes de sus superiores. El Informe del Mecanismo retoma algunos casos, como la Desaparición forzada de escoltas del gobernador de Sinaloa a manos del ejército, en 1977; la detención arbitraria, desaparición forzada transitoria, tortura y masacre de la familia Quijano Santoyo, en la Ciudad y el Estado de México en 1990; o la detención arbitraria y tortura de Víctor Gómez Vidal y otros seis policías estatales y de sus familias en Culiacán, Sinaloa, en 1978.

Durante los 5 años que el Mecanismo investigó estos actos, el Centro Nacional de Inteligencia y la Secretaría de la Defensa Nacional obstaculizaron la labor de los investigadores.

Sobre esto, el Informe resalta que «esta reticencia institucional fue una de las dificultades, tal vez la principal, que este Mecanismo para la Verdad y el Esclarecimiento Histórico tuvo que afrontar en el desarrollo de sus investigaciones. La negación, el ocultamiento o la destrucción de documentación de interés histórico principalmente en los acervos de la Secretaría de la Defensa Nacional y del Centro Nacional de Inteligencia, así como la reticencia de distintas instituciones para entregar sus archivos a consulta, desoyendo el mandato presidencial, fue parte del intento de los responsables institucionales de la violencia de Estado por ocultar la verdad, contribuyendo así a perpetuar la impunidad».

Entre las conclusiones, la colección Fue el Estado plantea:

1. Que el Estado mexicano es responsable de violaciones graves a derechos humanos en contra de la población en el periodo de 1965 a 1990, años en los que se instrumentó y operó violencia estatal de manera sistemática y generalizada, en distintos contextos de violencia.

2. El Estado mexicano de principios de 1960, influenciado por la Doctrina de Seguridad Nacional y la figura del enemigo interno, adquirió las características de un Estado contrainsurgente, con elementos propios que se articularon con estrategias generalizadas de disciplinamiento social.

3. El Estado cometió violaciones graves de derechos humanos al reprimir, perseguir, castigar y buscar disciplinar o cooptar a las disidencias políticas y a toda disidencia que, por cuestionar la hegemonía del Estado y pugnar por la democratización del país, fue identificada como un peligro. Incluso se persiguió a quienes, sin ser disidencia, tenían potencial de llegar a serlo.

4. El Estado alentó y consintió prácticas violatorias de derechos humanos, así como la formación de economías criminales y circuitos de extorsión, corrupción e impunidad que operaron en los hechos, más allá de los discursos formales de una institucionalidad prodemocrática del Estado mexicano durante el periodo.

5. Las estructuras civiles de la contrainsurgencia muestran que la comisión de violaciones graves a derechos humanos implica responsabilidad tanto de actores estatales como no estatales, o actores paralegales, que hacen difusa la frontera del Estado. Estos actores no estatales en muchas ocasiones fueron quienes implementaron la violencia, sobre todo en el ámbito local.

6 A pesar de los procesos de profesionalización en los cuerpos de seguridad, tras 1990 las fuerzas armadas continuaron teniendo una centralidad, reservando para sí un amplio margen de acción que les ha permitido continuar cometiendo violaciones graves a derechos humanos y mantener impunidad respecto a las violaciones del pasado.

7. A pesar de que la justificación ideológica para la contrainsurgencia puesta en marcha durante el periodo 1965-1990 dejó de tener vigencia, y a pesar de que, como consecuencia, parte de la institucionalidad del Estado sufrió cambios en su identidad corporativa, muchas de las prácticas contrainsurgentes y los circuitos informales de corrupción e impunidad prevalecieron en una suerte de inercia institucional puesta de manifiesto en sus prácticas cotidianas e ideologías institucionales.

8. Los actores responsables de la procuración e impartición de justicia se han mantenido al margen de estas transformaciones, lo que limita gravemente el acceso a la justicia y la garantía de que ésta sea pronta y expedita y, por tanto, las capacidades estatales para garantizar a cabalidad la no repetición.

Las recomendaciones, además de construir sitios para la memoria financiados por el Estado, es crear una comisión de seguimiento a las recomendaciones del Mecanismo y reformar la Ley General de Víctimas, desapareciendo la Comisión de Atención a Víctimas, para sustituirla por un órgano que, según el balance del Mecanismo, realmente apoye a las víctimas de graves violaciones a los derechos humanos.

Otra recomendación es crear una Comisión que investigue las graves violaciones a los derechos humanos de 1990 al presente, además de comisiones locales.

El informe completo estará disponible a partir de este viernes 16 en la página web del MEH: https://www.meh.org.mx/

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Verdades innegables: documentar la contrainsurgencia

 

La colección Verdades Innegables se concentra en documentar el sistema represivo contrainsurgente en México, entre 1965 y 1990. El Equipo de Investigación, encabezado por Eugenia Allier, asumió las tareas de esclarecimiento de las Violaciones Graves a los Derechos Humanos que se cometieron contra disidencias políticas de cuatro sectores: estudiantiles, Organizaciones Político-Militares (OPM), laborales-sindicales y redes de apoyo en defensa de los Derechos Humanos.

De acuerdo con el resumen del informe, “la sistematicidad de la violencia de Estado queda demostrada a través del diseño y planeación de operativos específicos organizados y ejecutados por distintas fuerzas estatales en contra de sectores y organizaciones delimitados”.

En esa línea, se establece que la coordinación entre distintas fuerzas e instituciones estatales, cuando se cometieron graves violaciones contra disidentes, fue recurrente. Entre las instancias involucradas están la Secretaría de la Defensa Nacional, el Estado Mayor Presidencial, Gobernación, la Dirección General de Investigaciones Políticas y Sociales (DGIPS), la Dirección Federal de Seguridad (DFS), las policías judiciales, municipales y estatales, funcionarios públicos, jueces y caciques.

El equipo conformó un listado de mil 103 personas desaparecidas, como resultado de un trabajo de revisión, contraste y unificación de distintas bases de datos producidas, en diferentes momentos, por organizaciones sociales e iniciativas en el marco de políticas de verdad, además de personas identificadas durante la investigación.

También incluyó un listado de más de 2 mil 200 funcionarios públicos de distintos niveles de gobierno que participaron en la represión.

El Equipo de Investigación (Eugenia Allier, César Iván Vilchis, Edith López Ovalle, Edgar García Santibáñez Covián, Alonso Getino Lima, Dolifet Mercado Antúnez, Julio César Espinosa, Soledad Lastra, Daniela Morales, Rubén Matías, Fernando Mejía, Katherin Campos, Ana Escobar Melgar) recopiló 226 testimonios individuales y colectivos en 14 estados de la República Chiapas, Chihuahua, Ciudad de México, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Michoacán, Morelos, Nuevo León, Oaxaca, Puebla, Sinaloa, Veracruz y Yucatán. Los investigadorse consultaron 26 archivos públicos, tanto físicos como digitales y 15 archivos de familiares, sobrevivientes y colectivos en diversas regiones del país. Los testimonios de sobrevivientes y familiares que fueron víctimas de la violencia de Estado ocuparon un lugar primordial en la investigación, puesto que ofrecen un relato de primera mano de las personas que vivieron o atestiguaron diversos hechos represivos.

“Este Equipo de Investigación considera como hallazgos a la información que se encontró en el transcurso de la investigación y que no era conocida, por lo que contribuye al esclarecimiento de diversos hechos constitutivos de Violaciones Graves a los Derechos Humanos y delitos de lesa humanidad. La presentación de estas nuevas evidencias puede coadyuvar para el impulso de procesos de impartición de justicia y reparación del daño”, dice el documento.

Uno de los ejemplos más significativos de la coordinación administrativa y la planificación fue la creación de grupos especiales para la contrainsurgencia, como el Grupo Informativo de Inteligencia (GII), integrado por elementos del Ejército adscritos al segundo Batallón de Policía Militar comandado por el entonces coronel de Infantería, Francisco Quirós Hermosillo, quien, junto con el entonces comandante de la Policía en Guerrero, Mario Arturo Acosta Chaparro, “operaron de manera sistemática la práctica clandestina de aniquilamiento conocida como los Vuelos de la muerte”, que se expone en un apartado especial del informe.

Rosa de los vientos y la ampliación del mapa de contrainsugencia

 

La colección Verdades innegables se organiza en tres apartados. El primero, titulado “Estructura y funcionamiento del sistema represivo”, reconstruye la participación que los agentes e instituciones estatales tuvieron en la implementación de la violencia contrainsurgente y plantea un esquema general sobre los actores y formas de ejercicio de la represión

El segundo, “El Plan de operaciones ‘Rosa de los vientos’, es un acercamiento a los circuitos de la represión: Sinaloa, 1977-1978”, expone un caso poco documentado hasta ahora de planificación represiva en Sinaloa, con la detención arbitraria de 23 personas y la desaparición forzada de siete de ellas.

Según los investigadores, la DFS planteó el objetivo de “localizar, detener y consignar a los integrantes de la Liga Comunista ‘23 de septiembre’ a partir del primero de junio de 1978 y hasta su exterminación completa”.

Además, “dicho Plan evidencia que el Estado, a través de la DFS, el Ejército y la Policía Militar, había optado por exterminar a la LC23S, permite observar claramente la coordinación entre la SEGOB y la SEDENA en la aplicación de la violencia de Estado en el país: se trató de una coordinación nacional en contra de las OPM y de otros militantes políticos y sociales. Asimismo, confirma lo que los testimonios de decenas de personas detenidas en Sinaloa han dicho desde hace casi 50 años: la 9/a Zona Militar fue el cenit de la violencia de Estado implementada en los años 1970 y 1980”.

Los Vuelos de la muerte y la Operación Atoyac

 

El tercer apartado, “Vuelos de la muerte: desaparición forzada de personas en el contexto de la contrainsurgencia, 1971-1980” documenta y analiza la práctica clandestina de aniquilamiento que llevó adelante el Estado mexicano y reconstruye las dinámicas de ejecución la cadena de actores estatales y de instituciones militares que estuvieron involucradas en la planeación y ejecución del exterminio.

El informe destaca que es posible referir que los Vuelos de la muerte se implementaron en dos etapas. La primera etapa, que habría ocurrido entre 1971 y 1974 principalmente a través del uso de helicópteros. La segunda, a partir de la segunda mitad de 1974, con la implementación del Plan de Operaciones Atoyac, con el que se reforzaron las estrategias de contrainsurgencia en el estado de Guerrero para eliminar a la Brigada Campesina de Ajusticiamiento (BCA), dirigida por Lucio Cabañas.

El documento incorpora la “Relación de vuelos” localizada en el archivo del Comité Eureka! y aclara que “el análisis, contraste y contextualización de este documento es un trabajo indispensable para comprender la dimensión y repercusiones de la información que contiene, además de que necesariamente debe ser retomada por las autoridades del Estado competentes con el fin de asumir su responsabilidad en los hechos y realizar las investigaciones pertinentes en el ámbito judicial”.

Ocultamientos

 

Uno de los hallazgos importantes en esta colección es la localización del sepulcro de Pablo Alvarado Barrera, luchador social, maestro rural, militante del Grupo Popular Guerrillero de Arturo Gámiz en 1965 y participante en la preparación del asalto al Cuartel Madera, quien fue objeto de vigilancia y persecución por la DFS desde 1963.

El 13 de julio de 1967 Pablo Alvarado fue detenido, interrogado y torturado. Siete días después lo presentaron en el Penal de Lecumberri. El 4 de diciembre de 1971, en un operativo coordinado, entre las autoridades de Lecumberri, 24 funcionarios penitenciarios, presos comunes al servicio del director del penal y la DFS, fueron ejecutados extrajudicialmente Pablo Alvarado y otras tres personas. Según el acta de defunción, Alvarado fue sepultado en el Panteón Civil de San Isidro, en la capital del país. Sus familiares acudieron varias veces al panteón y, cada vez, les negaron información. El Informe da cuenta de, la ubicación de su sepulcro y la localización de su acta de nacimiento.

Infancias y violencia sexual

 

La violencia contra la niñez y adolescencia fue una estrategia utilizada “de forma sistemática y generalizada con la intención de desarticular, disminuir y eliminar desde la raíz al movimiento armado, organizaciones sociales y poblaciones rurales y urbanas organizadas. El afán de eliminarlas vulneró a las y los miembros de estas organizaciones, extendiendo la violencia a sus familias definiéndolas también como ‘enemigo’”, dice el informe.

Destaca que “se sometió a la niñez a condiciones de violencia directa como tratos crueles, inhumanos y degradantes, ejecución, detención arbitraria, desaparición forzada transitoria, desaparición forzada o desplazamiento forzado” y que “esta violencia traspasó fronteras y generaciones”.

“Quedan pendientes de investigar casos como la niñez violentada en la redada del 4 de abril de 1974, o la desaparición forzada de mujeres embarazadas y el paradero de sus hijos e hijas, y casos de apropiación de niñez. Es necesario profundizar en estos casos para evidenciar las otras violencias que el Estado mexicano cometió contra la niñez, así como la complicidad de otras instituciones como las casas-cuna y hospitales”.

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Este trabajo fue publicado originalmente en Pie de Página, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar su publicación.