El señor Horacio no pudo despedirse de su hijo mayor. La noche del 25 de noviembre regresaba a su casa desde la Central Mexicana de Alcohólicos Anónimos en Navolato, supo que su Kevin Horacio recién había salido con rumbo a su casa cuando, pero minutos más tarde su nuera llegó desconsolada anunciando la tragedia: lo habían levantado.

Hombres armados llegaron por él, tumbaron la reja y luego la puerta de su domicilio. Le gritaron y golpearon frente a su esposa y bebé de 4 meses preguntándole por unas armas. Él dijo que no sabía de qué le hablaban. Se lo llevaron.

El rostro de Kevin saltó a las redes, encimadas en fichas de búsqueda con su nombre y el teléfono de sus padres suplicando por información sobre su paradero.

Rápidamente este muchacho de 31 años se sumaba a la trágica estadística que suma más de 500 personas desaparecidas en menos de tres meses, desde que estalló un conflicto al interior del cártel de Sinaloa.

El señor Horacio y la señora Vilma, una familia de maestros que radican en la ciudad de Navolato, no durmieron pasando la noche haciendo llamadas, compartiendo su rostro y rogando por la pronta aparición de su hijo.

Habían pasado poco menos de 18 horas y ya se encontraban en la Fiscalía Especializada en Desaparición Forzada de Personas. Pidieron hacer denuncia para que se iniciara una búsqueda inmediata. Una agente del Ministerio Público les recomendó acudir primero a la unidad del Servicio Médico Forense (Semefo) y agotar la búsqueda antes de pedir ayuda a la autoridad.

El conflicto entre grupos del cártel ha dejado más de 450 personas asesinadas y el Semefo se ha convertido en una de las oficinas gubernamentales más concurridas. Ahí desfilan decenas de personas diariamente para ir a buscar a sus familiares, mientras que a las afueras hay personal de empresas funerarias ofreciendo servicios de velación. El dolor es un negocio.

Ahí se dirigieron el señor Horacio y la señora Vilma, les contaron que la mañana del 26 de noviembre habían sido encontrados los cuerpos de cinco personas aún sin identificar a las afueras de la Facultad de Agronomía de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS), al sur de la ciudad de Culiacán.

Vilma entró a ver entre decenas de cuerpos que yacen en camas de fierro. Ahí estaba Kevin Horacio, su hijo.

-“¿Cómo podemos llamar a esto?”, preguntaba el señor Horacio mientras soltaba a su esposa que recién salía de la morgue.

-¿Una barbarie?, se le contestó y él asentía.

-“Esto va a acabar con muchas familias, ya están dejando muchos huérfanos. Su niño tenía 4 meses, no conoció bien a su papá”.

Y mientras él hablaba, otra familia salía del Semefo con una bolsa de ropa para entregarla a uno de los sepultureros de las funerarias privadas. Entregaban las prendas y pedían que vistieran así a su familiar.

El señor Horacio se quebraba en llanto, gritaba con rabia preguntándose cómo es que era posible que un padre enterrara a su hijo mayor.

“Nos están dando muertos y en pedazos”.

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