M.C. María del Refugio Manjarrez Montero
Vicepresidente del Colegio de Economistas del Estado de Sinaloa.
México atraviesa una coyuntura fiscal compleja que ha reavivado el debate sobre la sostenibilidad de sus finanzas públicas y la urgencia de una reforma tributaria integral. Según el más reciente informe de México Evalúa, el país cerró 2024 con el déficit público más alto desde 1989, producto de la creciente brecha entre ingresos y gasto del gobierno. Esta situación coloca a la economía en una ruta riesgosa que, de no corregirse, podría comprometer la calificación crediticia soberana y el margen de maniobra de la política económica.
El diagnóstico revela un problema estructural: mientras el gasto público ha crecido presionado por pensiones, costo financiero de la deuda y transferencias a empresas estatales como Pemex y CFE, los ingresos no han tenido la misma dinámica. La recaudación se mantiene anclada en niveles bajos respecto al PIB, a pesar de los esfuerzos de fiscalización de la autoridad tributaria. La renta petrolera, históricamente un sostén fiscal, ha caído en picada; en 2008 representaba el 71% de los ingresos captados por la federación, y en 2024 apenas llegó al 21%. Esto ha dejado un vacío que no se ha compensado con mayor tributación no petrolera.
Un elemento crítico es la persistente informalidad laboral, que ronda el 55% de la población ocupada. Esta condición erosiona la base tributaria, reduce la productividad y limita el potencial de crecimiento económico. El informe destaca que, en promedio, una empresa formal genera 39% más valor agregado que una informal con los mismos recursos de capital y trabajo. De ahí que reducir la informalidad sea no solo una tarea social, sino también fiscal y productiva.
La composición del gasto también genera preocupación. De 2007 a 2024, se redujo la proporción destinada a inversión física, educación, salud y ciencia, mientras que aumentaron los recursos para pensiones y costo financiero. Este reacomodo debilita la capacidad del gasto público para impulsar crecimiento de largo plazo y, en cambio, refuerza compromisos rígidos difíciles de revertir.
En paralelo, la percepción de riesgo-país se ha deteriorado. Los bonos soberanos mexicanos pagan hoy un diferencial de tasa de interés superior al de Chile y Perú, y similar al de Colombia, nación sin grado de inversión. Además, las calificadoras mantienen a México a uno o dos escalones de perder su grado de inversión, lo que implicaría un encarecimiento inmediato del financiamiento.
Ante este panorama, el consenso entre especialistas apunta hacia una reforma fiscal progresiva y amplia, que fortalezca la recaudación primaria, reduzca la evasión y amplíe la base tributaria. Esto incluye un replanteamiento del IVA —donde México recauda menos que Honduras—, un mayor cobro del impuesto predial —equivalente a apenas una quinta parte del promedio de la OCDE—, y una política más equitativa de ISR, tanto para personas físicas de altos ingresos como para grandes corporaciones.
La discusión no es solo técnica, sino también política. Las encuestas muestran que la ciudadanía está dispuesta a aceptar nuevos impuestos si estos se destinan a castigar la evasión de grandes empresas o a financiar servicios públicos, pero rechaza medidas como gravar alimentos o medicinas. El reto para la administración federal será construir legitimidad y consensos en torno a una reforma que equilibre crecimiento económico, equidad social y sostenibilidad fiscal.
En síntesis, México se encuentra ante una encrucijada: continuar con déficits crecientes que minan la estabilidad macroeconómica, o emprender una reforma estructural que modernice su sistema fiscal y garantice un desarrollo más inclusivo. La ventana de oportunidad está abierta, pero el tiempo juega en contra.
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