El presupuesto es, al final, el reflejo más claro de las prioridades de un gobierno. México ha repetido en los discursos que la innovación es un motor indispensable para la productividad y la competitividad en un mundo globalizado. Sin embargo, el seguimiento histórico del gasto en ciencia y tecnología muestra una trayectoria preocupante: lejos de consolidarse como política de Estado, la inversión en este rubro se ha contraído de manera significativa en la última década.

La evidencia es contundente. En 2015, el gasto alcanzó su punto más alto, cercano a los 90 mil millones de pesos en precios constantes de 2025, equivalente al 0.28% del PIB. Desde entonces, el presupuesto ha mostrado una tendencia descendente. Para 2025, la asignación se redujo a 58 mil millones de pesos, apenas el 0.16% del PIB, el nivel más bajo en 17 años. Esto significa que México destina hoy un tercio menos de recursos reales que hace una década, justo en el momento en que el conocimiento, la digitalización y la innovación determinan la competitividad global.

El Paquete Económico 2026 no rompe con esa inercia. De acuerdo con la Secretaría de Hacienda, el ramo de Ciencia, Humanidades, Tecnología e Innovación contará con 34,860.8 millones de pesos, lo que representa un incremento real de apenas 1.2% frente a 2025. Este aumento marginal compensa apenas la inflación y mantiene al país muy lejos del 2 a 3% del PIB recomendado por la OCDE. Más grave aún, incumple lo que establece la propia legislación mexicana: el Artículo 9 Bis de la Ley de Ciencia y Tecnología, que ordena destinar al menos el 1% del PIB al gasto en este sector.

El costo de esta decisión es alto. Con presupuestos tan limitados, universidades, centros de investigación y laboratorios carecen de recursos suficientes para sostener proyectos de ciencia básica, que son la semilla de la innovación aplicada. Sin este soporte, los proyectos emblemáticos (como el vehículo eléctrico Olinia o el taller de semiconductores) corren el riesgo de convertirse en vitrinas aisladas, desconectadas de un ecosistema debilitado. Innovar no se reduce a producir un prototipo atractivo, sino a construir capacidades sostenidas: capital humano, infraestructura científica y financiamiento estable.

Sin una apuesta presupuestal ambiciosa, México corre el riesgo de perpetuarse como un país dependiente de tecnologías extranjeras, sin capacidad propia de generar patentes, conocimiento avanzado o valor agregado.

El presupuesto revela, en los hechos, que las prioridades siguen centradas en sectores como energía y programas sociales, dejando a la ciencia en los márgenes. En el corto plazo, esta decisión puede parecer prudente; en el largo plazo, implica hipotecar la competitividad del país. Apostar por la innovación debería ser el eje de una política de desarrollo integral, pero con menos de medio punto porcentual del PIB asignado, México está lejos de esa meta y, peor aún, en incumplimiento de su propia ley.