M.C. María del Refugio Manjarrez Montero

En el discurso oficial, Brasil y México presumen dar pasos firmes hacia la modernización económica mediante la digitalización de pagos. Se nos dice que el uso de efectivo debe morir en nombre de la transparencia, la inclusión financiera y el progreso. Pero detrás de esa narrativa tecnológica, se esconde una pregunta incómoda: ¿esta transición realmente beneficia a los ciudadanos, o abre una nueva era de control fiscal y vigilancia financiera bajo el barniz del “bien común”?

Brasil, con su sistema PIX impulsado desde 2020 por el Banco Central, ha sido aplaudido mundialmente por digitalizar millones de transacciones cotidianas. En efecto, el 70% de la población adulta ya utiliza pagos instantáneos. México, con su CoDi, intenta seguir el modelo, aunque con resultados modestos. Sin embargo, el entusiasmo gubernamental oculta una realidad indiscutible: la guerra contra el efectivo no surge de la preocupación por el bienestar ciudadano, sino de la urgencia por ampliar la recaudación fiscal y controlar una economía informal que el Estado es incapaz de integrar por medios estructurales.

Eliminar el efectivo se presenta como una cruzada moral contra la evasión y el crimen, pero el verdadero objetivo es recuperar recursos que escapan al radar del fisco y reducir el espacio de autonomía de los individuos. Sí, el efectivo favorece la opacidad, pero también garantiza la libertad económica del ciudadano frente al aparato gubernamental. Cuando todo pago queda registrado, ¿quién protege al ciudadano del abuso fiscal, de los embargos automáticos o del congelamiento político de cuentas?

La informalidad en Brasil (40%) y en México (55%) no es fruto de rebeldía ciudadana; es consecuencia directa de Estados que no ofrecen seguridad social, trámites sencillos ni justicia fiscal. Es más sencillo perseguir al vendedor ambulante con un lector de QR que reformar los modelos laborales y tributarios. La digitalización no resuelve la desigualdad; simplemente la registra con mayor precisión.

Se insiste en los beneficios: mayor recaudación sin subir impuestos, lucha contra el lavado de dinero, inclusión financiera. Pero el acceso a un sistema bancario digital en países con brecha tecnológica equivale a obligar a millones a operar bajo condiciones impuestas por instituciones financieras privadas. ¿Incluir o someter? Cuando se elimina el efectivo, cada transacción genera datos, y cada dato es potencialmente negocio para bancos o gobiernos.

No podemos ignorar el riesgo del poder financiero en manos de algoritmos. Si el efectivo desaparece, un gobierno molesto con un disidente podría bloquear cuentas con un clic. Un banco podría cobrar comisiones “inevitables” para existir. La pobreza digital, que afecta a quienes carecen de smartphones o educación financiera, puede convertirse en una nueva forma de exclusión. En nombre de la eficiencia, estamos diseñando economías donde el derecho a usar nuestro propio dinero dependerá de la conectividad, la batería del teléfono o la benevolencia de las plataformas.

Brasil y México, en vez de atacar el problema de raíz (empleo precario, impuestos regresivos, corrupción institucional), prefieren maquillar la economía con aplicaciones y códigos QR. Se celebra la supuesta “modernidad” mientras se ignora que el efectivo sigue siendo la única herramienta de soberanía financiera para millones de ciudadanos.

La pregunta ya no es si debemos adoptar sistemas digitales (eso es inevitable) sino si estamos dispuestos a entregar al Estado y al sistema bancario el control total de nuestros movimientos económicos. La transición es irreversible, pero aún podemos exigir garantías: límites al uso de datos, derechos al anonimato digital, transparencia fiscal recíproca. Si el gobierno exige rastrear cada peso del ciudadano, el ciudadano tiene derecho a rastrear cada centavo del gobierno.

La modernización financiera no debe convertirse en el funeral de la libertad económica. Digitalizar sin democratizar es simplemente cambiar de amo: del bolsillo a la pantalla. Y, en ambos casos, el ciudadano sigue pagando.