Autor: M.C. María del Refugio Manjarrez Montero, vicepresidente del Colegio Estatal de Economistas.

México enfrenta en octubre de 2025 uno de los escenarios más críticos de los últimos años: inundaciones y deslaves que golpean simultáneamente a Veracruz, Hidalgo, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí y Michoacán. Miles de familias han perdido viviendas, infraestructura esencial para la vida económica ha colapsado y la respuesta del Estado se ha reducido a operativos de emergencia y promesas de reconstrucción. No es solo una crisis natural: es una crisis fiscal, institucional y (muy pronto) electoral. Porque México se encuentra literalmente sin brújula y sin fondo, desde que en 2020 se extinguió el Fondo de Desastres Naturales (Fonden).

La eliminación del Fonden fue presentada como un acto de limpieza administrativa. Hoy se revela como una peligrosa apuesta política. En su lugar se prometió un “nuevo modelo de atención desde el presupuesto general”, más transparente y directo. La realidad es que ninguna estructura institucional, financiera ni operativa ha sustituido el mecanismo que permitía movilizar recursos inmediatos y etiquetados ante emergencias. El Estado ahora improvisa sobre la marcha, abriendo partidas, reasignando fondos y discutiendo apoyos caso por caso. La burocracia reemplazó a la previsión.

El costo económico es enorme: municipios inundados sin certeza sobre recursos, obras de reconstrucción que pueden tardar años y economías locales paralizadas. Pero el costo político podría ser aún mayor. Porque la gente afectada en 2025 no olvidará en 2027. Los estados hoy lastimados concentran millones de votantes, y muchos de ellos vivirán el periodo electoral en medio de procesos de reconstrucción inconclusa, promesas incumplidas y una sensación profunda de abandono federal.

¿Se puede ganar una elección sin mostrar capacidad para proteger a la gente?

Difícilmente. La desaparición del Fonden no es un debate academico, es una fractura visible entre Estado y ciudadanía. La política social puede repartir becas y pensiones, pero en el desastre natural (cuando el agua arrasa casas, escuelas, cosechas) lo que importa no es un depósito mensual, sino la acción inmediata, tangible y organizada del gobierno. Y esa acción hoy carece de un instrumento financiero sólido y previsible.

Además, la reconstrucción no se mide solo en discursos: requiere licitaciones, mano de obra, materiales, créditos y coordinación entre niveles de gobierno. Sin Fonden, cada gobernador depende del humor político de Hacienda. Cada alcalde debe mendigar en ventanillas. El federalismo se convierte en centralismo asistencial. Este vacío institucional alimenta un resentimiento silencioso que puede volverse combustible electoral.

Rumbo a las elecciones de 2027, el dilema es claro: ¿cómo explicará el gobierno federal a las familias damnificadas que no existe un fondo nacional para emergencias, pero sí hay dinero para megaproyectos? ¿Cómo pedirá confianza quien no pudo garantizar refugio, puentes o agua potable tras las tormentas? La oposición, aunque fragmentada, tiene aquí uno de sus discursos más poderosos: la incapacidad para prever y responder al desastre.

El país necesita más que promesas: urge reconstruir una arquitectura financiera para la protección civil. No se trata de revivir exactamente el Fonden, sino de reinstalar un sistema con reglas claras, recursos multianuales, seguros catastróficos y transparencia pública. De lo contrario, México seguirá en un ciclo de tragedia–improvisación–olvido.