Daniel Rodriguez, Investigador en Mexicanos Primero Sinaloa

En México, la asistencia a la escuela se ha convertido en una actividad marcada por la incertidumbre. Lo que debería ser un espacio seguro para el aprendizaje y el desarrollo de niñas, niños y jóvenes, con demasiada frecuencia se ve interrumpido por episodios de violencia. Asimismo, los planteles escolares, lejos de ser refugios de paz, han sido escenarios de conflictos que ponen en riesgo no solo la continuidad académica, sino también la vida misma de quienes las habitan.

Han transcurrido 171 días desde que inició la actual ola de violencia en Sinaloa aquel 9 de septiembre de 2024. Casi seis meses en los que la vida cotidiana de miles de familias ha sido alterada, donde la incertidumbre y el temor se han convertido en elementos constantes del día a día. Entre los múltiples ámbitos afectados, la educación ha sido una de las principales víctimas.

El pasado 17 de febrero, un video comenzó a circular en redes sociales: jóvenes estudiantes corrían desesperadamente buscando refugio en medio de una balacera en el sector Barrancos, en la ciudad de Culiacán. Días después, tras nuevos hechos violentos y operativos de seguridad, las autoridades determinaron que el 20 de febrero todas las escuelas del municipio debían trasladar sus actividades a la modalidad virtual. Una vez más, la violencia arrebataba a niñas, niños y jóvenes la posibilidad de ir a la escuela. Una vez más, su derecho a la educación quedaba en segundo plano frente a la necesidad de garantizar su seguridad.

Pero Sinaloa no es el único estado donde la violencia —en todas sus expresiones— ha alterado la vida de las comunidades escolares. El problema se ha extendido por todo el país. El 25 de febrero, en el municipio de Zacapu, Michoacán, la Secretaría de Educación suspendió clases ante los enfrentamientos entre civiles armados y elementos de seguridad pública.

A la par, casos de violencia dentro de las propias escuelas siguen acumulándose. Hace apenas unos días, se dio a conocer la historia de Fátima, una niña de 13 años en la Ciudad de México, quien presuntamente fue víctima de acoso escolar y sufrió una caída desde el tercer piso de su escuela. En Puebla, Juan, un niño de apenas siete años, lamentablemente se habría quitado la vida tras haber sido víctima de bullying.

Estos casos son sólo algunos de los tantos que han salido a la luz en los primeros meses de 2025. Reflejan una realidad preocupante: la violencia ha permeado las escuelas de distintas maneras, ya sea desde afuera, con enfrentamientos que obligan a suspender clases, o desde adentro, con entornos escolares donde la agresión, el acoso y el miedo siguen sin abordarse de manera efectiva.

¿Cuánto tiempo más deberán esperar niñas, niños y jóvenes para que el Estado garantice plenamente su derecho a la educación en un entorno seguro? ¿Cuántos casos más deberán conmocionar a la sociedad antes de que la violencia deje de ser parte del panorama escolar? 

La educación no debería ser una actividad intermitente, sujeta a la situación de seguridad de cada día. Mientras sigamos como sociedad normalizando estas interrupciones y tragedias, y el Estado no brinde condiciones óptimas de seguridad, estaremos fallando en la tarea más básica: garantizar que las infancias y juventudes crezcan en un entorno donde aprender no sea un riesgo, sino un derecho inquebrantable.

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