Si usted cree en la Justicia eterna, inmutable, única y monolítica, detenga su lectura. Usted es un ser privilegiado que ya resolvió el problema. Encontró un dogma y razones para aferrarse a él. No tiene dudas. Eso es, en nuestros tiempos, sin duda, un verdadero privilegio. ¿O no?

Así imaginada, la Justicia debe ser reconocida con facilidad. El Diccionario de la Lengua Española define justicia, en su primera acepción, como el principio moral que lleva a determinar que todos deben vivir honestamente. La honestidad regida por la moral es justicia.

¿Qué o quién define la moral y la justicia? ¿Nosotros mismos en nuestra convivencia social? ¿Viene definida del exterior? ¿Por la naturaleza misma? ¿Por una divinidad? Cómo sospecharán, las respuestas a lo largo de la historia han sido variadas.

Durante el desarrollo histórico del Islam surgieron los jueces denominados cadíes, quienes eran los encargados de dictar sentencia en los casos sometidos a su autoridad. Sus decisiones debían fundarse en el Corán y entre más cercanas fueran a dicho libro sagrado, se consideraban más justas. En especial si tomaban en cuenta el consenso de la comunidad islámica.

En occidente se contaba una historia, seguramente apócrifa, que hablaba de un abogado musulmán que presentó de viva voz la demanda de su cliente, de manera tan brillante que el Cadí le concedió la razón de inmediato. El demandado reclamó su derecho a responder y al concluir su alegato también le fue concedida la razón. Sin tardanza, un asesor del tribunal se acercó para informar que era imposible que a ambas partes les resultara favorable el fallo; y el Cadí se volvió a él y le dijo: “Sabes qué, tienes la razón”.

Lo bueno es que aquí, eso no pasa.

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