Si las Semanas Santas tuvieran cara, tendrían cara de remolinos amarillos; si tuviera olor, olería a pan caliente y sé que sabrían a panal.
Sé que es bien común pensar la Semana Santa con color, olor y sabor de mar; pero en las sierras no es así. En la sierra, al menos en la Sierra de la Reserva Estatal de la Sierra de Tacuichamona, los meses en que cae la Semana Santa, estamos en plenas secas: el agua escasea, el calor se acerca y el hambre aprieta.
La Semana Santa es…
Es el aire; esos vientos bochornosos, a veces fríos, a veces calientes que hacen remolinos y que levantan los palos de las pacas de maíz, eso que las vacas no se comían y de tanto pisarlos ya ni peso tenía, se veía amarillear el cerco, el corral; eran molinos con destellos amarillos.
Es el pan caliente, el pan con betún para comer ese mismo rato y sin betún, para hacer capirotada otro día.
Es el panal; ese que cuelga de la viga del portal, pegado a una rama de brasil y que aún tiene unas cuantas abejitas pendejas por el humo. Era comerlo a mordidas, con todo y penca; parece que escucho los regaños a gritos: “Dejen de comerse la penca, les va a dar chorro”.
Es buscar el raite para ir a remojarse al río.
Este año no será así, no se puede: podríamos morir.
Esto se sumará a la cuenta de lo que esta guerra nos está costando, una cuenta que nadie nos va a pagar.
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