Texto y fotos: Isabel Briseño
Ciudad de México.- Rosa (así le llamaremos) tiene 73 años. Ella vive sola, come sola, duerme sola, y no platica con nadie.
“No le importo a nadie, si yo no estuviera, a nadie le importaría, y quién sabe si alguien se daría cuenta de que dejé de existir”, dice Rosa, quien admite que, en su caso, la soledad es sinónimo de abandono.
Como ella, muchos de los 18 millones de adultos mayores que forman parte de la población en México también viven en el abandono.
Por eso, esta historia, aunque suya, puede ser la de muchas personas más: la del 14 por ciento de la población que tiene más de 60 años.
El encuentro
Antes de conocernos, acordamos encontrarnos en la fuente de los coyotes, en Coyoacán. Me dijo que la podía reconocer porque viste colores igualitos a los de su nombre: Rosa.
Al llegar, rápidamente me doy cuenta de que ahí está: alta, erguida y muy esbelta. Una auténtica varita de nardo, como diría mi abuelita.
La observo completa. Sus ojos son claros y pequeños, al igual que sus pestañas que coloreó con pintura café. Las uñas de sus manos rugosas está pintadas de color lila. Lo que más admiro es su blanca y esponjosa cabellera que recogió en un perfecto chongo.
Nos metemos a un café cualquiera de los muchos que hay por ahí. Lo hicimos con la intención de poder conversar a gusto, pero como dice Rosita: «Aquí se parece a la costera de Acapulco: todos te venden algo, o te piden algo”.
Entre ella y yo hay muchos años de distancia, y le pregunto si puedo tutearla. Ella. con gusto, acepta.
Todos tenemos secretos
Siempre, en toda historia, hay un punto de partida. El de Rosa, y su soledad, es el nacimiento de Sabrina, su hija, como le dice al momento en que comenzó la transición de la persona que nació con una identidad de género distinta a la que le asignaron.
Esa persona, a la que llamaremos Felipe, «fue un niño muy afortunado que acudió a escuelas privadas, conoció y jugó en la nieve, y viajó por varias partes más del mundo».
Pero un día, Rosa revisó su mochila, y descubrió su secreto: maquillaje, ropa interior femenina, y unas medias rellenas de arroz que simulaban ser unos senos y una peluca.
Rosa buscó información que le permitiera entender, pero en 1998, la discriminación y los prejuicios eran demasiados.
“Aún consultando los libros no me aclaraba quién era mi hijo. No sabía si era trasvesti, homosexual o qué, y aunque no tenía comportamientos femeninos, esas cosas que encontré significaban algo. Lo que sí pude dilucidar fue la diferencia que esa literatura hacía en ese entonces entre transgénero y transexual”, me cuenta.
Otra de sus preocupaciones fueron los retos médicos y legales que enfrentaría su hija.
«¿Cómo se identificaría legalmente?» «¿Y si la detenía algún policía?», fueron algunas de las preguntas que la madre se hizo angustiada.
A pesar de los temores, Rosa recuerda que lo primero que hizo fue abrazar a su entonces hijo y decirle que estaría con él en absolutamente todo.
“Todos tenemos secretos”, le dijo.
Su esposo no lo tomó de la misma forma. Sugirió que ya tenía 18 años y podía hacer lo que quisiera con su vida.
Rosa eligió, y prefirió dejar a su marido para apoyar a su hijo.
“Empezó la guerra; perdí marido, padres y hermanos”, cuenta.
El último contacto que tuvo con el padre de su hija fue cuando le llamó para avisarle que Sabrina había terminado la universidad y ahora se mudaba a vivir a España.
Ahí empezó su soledad.
La vida es cambiante
Un grupo de estudiantes de canto interrumpe nuestra conversación mientras interpretan La donna è mobile (La mujer es cambiante), de Giuseppe Verdi. La canción viene como anillo al dedo.
«¿Quién es Rosa?«, me pregunto, y ella me responde con su historia, la de una mujer Inteligente, culta, ex profesora de idiomas, con múltiples certificaciones, viajera, gustosa del buen comer y muy trabajadora desde que era joven.
“Desde niña fui una niña triste”, agrega a su descripción.
La historia de su madre, una mujer que en su juventud se casó a los 16 años y parió a Rosita a los 17, es importante para explicar los cambios en su vida.
Por ejemplo, siguiendo los pasos de su madre, y con la inexperiencia de la juventud, Rosita se casó con un hombre mucho mayor que ella que le ocultó que aún seguía casado, y a quien dice, quizás nunca amó.
Ese mismo hombre abandonó a Sabrina en los momentos más difíciles. Y junto a él, también se fueron los hermanos y los padres de Rosita, quienes le dieron la espalda a ella y a su hija.
El abandono, y todo el cúmulo de emociones y sentimientos que atravesó en ese momento, hicieron que Rosita llegara hasta un hospital psiquiátrico. Después de ese episodio decidió irse a vivir a Xalapa, Veracuz.
Rosita resume su decisión en una frase:
“Yo ya no era parte de la familia”.
Trashumante
Mientras seguimos con el café, observamos a muchas personas transitar en pareja, con amigos, con hijos, con padres, la mayoría van acompañados.
Empezamos a hablar de la soledad:
“Estar sola implica muchos riesgos para una mujer. La soledad en una mujer no está bien vista. En un hombre causa el efecto contrario: lo compadecen. A una mujer sola la ven como un objeto que le falta algo”.
Rosita dice que le da miedo y tristeza estar sola, inclusive, precisa que le han pasado cosas «aterradoras» por esa condición.
Luego de que Sabrina se fuera a Europa en el 2006, Rosa decidió vender su casa y refugiarse en Xalapa.
El momento era impredecible, pero en esos años el expresidente Felipe Calderon desató su famosa guerra contra el narco. Aún con eso, ella recuerda que tuvo la fortuna de vivir durante unos años con tranquilidad.
Allá comenzó una nueva vida donde no tuvo que lidiar con la homofobia de su familia, pero sí con el intento de abuso de un nieto de su excuñada.
Durante los 12 años que vivió en Veracruz, ofreció de forma gratuita los conocimientos que adquirió en diplomados sobre desarrollo humano. También abrió grupos para personas codependientes y otros de ayuda para mujeres, especialmente para mujeres trans.
Su proyecto, sin embargo, se frustró por la inseguridad, por lo que ante la incapacidad de vivir una guerra, tuvo que salir huyendo.
Regresó a la Ciudad de México, y desde ese momento su vida ha dado tumbos, mismos que se suman a la insivibilización, subestimación y discriminación hacia los adultos mayores en nuestra sociedad.
El reencuentro
Durante años Rosita no supo nada de su hija. Un par de veces, Sabrina fue a visitarla a Xalapa para realizarse una operación de implantes, y Rosita la cuidó. Pero la comunicación era escasa, hasta que Sabrina la contactó para decirle que se iba a casar.
Rosita ya tenía su boleto de avión, pero Sabrina le dijo que no fuera porque, supuestamente, no iba a haber boda. Luego le dijo que sí habría boda, pero que iba a ser algo muy discreto.
Dias después, Rosita se enteró por un amigo que la boda de su hija salió en la primera plana de un diario español.
Fue hasta 2017 que Rosita pudo visitar a Sabrina en Barcelona.
“Para mí, mi hija sigue siendo la adoración de mi vida, a pesar de todo”, afirma Rosa, quien dice que ella fue completamente feliz desde que estaba embarazada, hasta que supo que Felipe en realidad era Sabrina.
Pero a veces, el amor no basta.
La deuda social
Sabrina ya no vive en Barcelona. Ahora vive en Berlín.
Por eso, cuando le ofreció a Rosita que se quedara a vivir con ella, su madre aceptó en seguida. La única condición es que debía de trabajar.
Rosa pidió trabajo, y aunque en teoría no le podían negar el empleo por la edad, pronto se dio cuenta que le daban preferencia a las personas jóvenes, aunque carecían de lo que ella gozaba: años de experiencia.
“La soledad es muy productiva, y puede ser muy enriquecedora si tienes la capacidad de no pensar en lo que te pasa, si no lo que haces con lo que te pasa”, dice, optimista, mientras recuerda este episodio de su vida.
Pero el optimismo se agota cuando una ve la realidad: la deuda social que existe con los adultos mayores.
Rosa regresó a México, otra vez, y ahora, aunque el Estado reconoce a los adultos mayores como sujetos de derecho, su salud, educación, una vida libre de violencia, y el disfrute de espacios recreativos, no están del todo garantizados para ellos.
Así, después de viajar por el mundo, con su basta formación, y con la experiencia quemándole las manos, Rosita llegó a un PILARES, y aunque no le encantan las actividades que ahí imparten, asiste a uno de estos centros y hace como que aprende a tejer.
“Algo tengo que inventarme para no morirme de aburrición”, dice.
Pero más allá del tejido, hay otra cosa que le preocupa a Rosita: sobrevivir.
El reto de sobrevivir siendo vieja, y sin familia
Desde noviembre, Rosita no ha podido cobrar su pensión del Bienestar. La han hecho dar muchas vueltas e ir a lugares muy lejanos, pero aún así no ha logrado cobrar su dinero.
Rosa se siente discriminada cuando le dicen que ahora “todo se maneja en línea”, pues a sus 73 años, entiende poco y tiene menos ganas de aprender cualquier cosa sobre tecnología.
También le han dicho que debe ir acompañada por un familiar. Pero lo que los funcionarios del Bienestar no saben, es que Rosita se quedó prácticamente sin familia.
“No les cabe en la cabeza que habemos personas que no contamos con la familia”, reclama.
El 10 de enero de 2023 se publicó en el Diario Oficial de la Federación la firma y ratificación de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores por parte de México, donde el Estado mexicano se compromete a asegurar el respeto de lo derechos fundamentales de la vejez, los mismos que reconoce, pero no otorga.
El gobierno, en realidad, interpreta de manera equivocada que la vejez es un problema social, y no un sector de la población que tiene derecho a existir y ser reconocido.
La vida en el asilo
O sole mio nos eriza la piel. La canta otro joven en Coyoacán que pide monedas para seguir con sus estudios.
Rosa decidió pagar durante tres meses la estancia en una casa de retiro. Ella pagó, con su dinero, todo el tiempo que ahí estuvo.
La experiencia fue desagradable, cuenta, pues llegó a un lugar que no solo era para adultos mayores, sino también para personas con algún padecimiento mental.
Además, dice, el personal no estaba capacitado y hacían fiestas en las noches.
“No todo lo que te venden es cierto”, reflexiona.
Una noche, en esa casa de retiro ella dice que observó algo parecido a una escena de cine: “Fellini se quedó corto».
La escena ocurrió una madrugada, cuando Rosita se levantó al baño y al fondo del pasillo observó a tres mujeres completamente desnudas, esperaban a que las bañaran.
A partir de eso, ella decidió abandonar ese sitio.
Su estancia en la casa de retiro le hizo darse cuenta de algo: el desinterés de as familias por procurar el bienestar de su ser querido.
“Hay quienes incluso ignoran lo que los abuelitos les dicen sobre lo que les hacen. Prefieren no saber saber», cuestiona.
Sumado a esto, Rosita dice que la atención pública tampoco es la mejor opción, menos si se trata del servicio médico.
“En el Seguro Social es un rollo burocrático, y por más que tengan cartones que digan que hay prioridad para el adulto mayor, no es cierto. Hay maltrato a las personas adultas mayores porque son quienes suelen quedarse calladas”.
Rosa se queja de que les hablan como si fueran niños pequeños o personas con retraso mental. Es decir, les hablan lento y en pausas, repitiéndoles todo dos veces.
Desafortunadamente, para una gran mayoría de personas, pensar en la vejez es sinónimo de dependencia, de enfermedades físicas y mentales. Pero no todo es así.
Por ejemplo, en México las tres principales causas de muerte en las personas mayores son enfermedades cardíacas, diabetes mellitus y tumores malignos.
La cueva de lobo
La primera pensión de adultos mayores fue instaurada en la Ciudad de México en 2001, y se convirtió en el programa social prioritario del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, en ese entonces Jefe de Gobierno del Distrito Federal.
Esta pensión sirvió de modelo para implementar a nivel Federal el Programa Pensión para el Bienestar de las Personas Mayores en el año 2019. El objetivo principal de este programa era contribuir al bienestar de las personas adultas mayores a través de una pensión universal.
Rosita, que hoy se ve beneficiada por esa pensión, alquila una habitación pequeña, donde apenas y cabe su cama.
Ahí, ella no se siente cómoda, pues hay humedad, moho y unos loros que parecen entrenados para gritarle groserías cuando hace uso de los servicios, pero no hay para más.
Aún así, con todo eso, es una mujer independiente que está en busca de otro lugar para vivir, y que además tiene la opción de irse a vivir a Berlín con su hija, aunque primero tendría que probar si se siente cómoda.
Otra opción es que acepte la oferta de vivir en Berlín con su hija. Tendría que ir a probar si se siente cómoda con alguien con quien no convive desde hace casi dos décadas. “A veces me preocupo más porque ella (Sabrina) no se comunica conmigo y no sé cómo está” aunque la pareja de su hija ya le dijo que pueden hacer equipo si se muda con ellas al otro lado del mundo, como dice Rosita, del dicho al hecho…
“Si es cierto que no soy un estorbo para ellas, que hay respeto, un trato adecuado de persona, y entienden que por mi edad no tengo ningún daño cognitivo, pues podría funcionar vivir con mi hija y su pareja”.
Rosa les dice a los jóvenes que tengan la posibilidad de tener a sus ancianos cuidados y respetados, que lo hagan.
“Si no pueden garantizarles esas condiciones, asegúrense de colocar a sus familiares en instancias privadas o gubernamentales donde puedan ser cuidados como si fueran niños, en el sentido de que tengan un trato adecuado y con supervisión para que no sean víctimas de abusos”.
La charla termina, y cuando voy camino a mi casa, veo a dos señores ya muy cansados y muy mayores que apenas y pueden sostenerse en un pie para descansar el otro. Con la mano estirada piden una moneda. Confirmo que Rosa no es la única en abandono.
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Esta nota fue publicada originalmente en Pie de Página, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes ver la publicación original.
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