Texto: Flor Pagola, Caro Bas, Made Wattenberger, Eliana Gilet / ChingadxMadre y Kaja Negra

Las vecinas del Pedregal de Santo Domingo, una colonia de cien mil habitantes al sur de Ciudad de México, tienen su historia ligada a la lucha por el agua potable. Cuando a inicios del 2015 descubrieron que una empresa constructora trataba al agua como basura y la echaba al vertedero, instalaron un plantón en la calle durante más de dos años, en la Avenida Aztecas #215. Allí, fueron pioneras en reclamar su derecho al agua potable de forma organizada en la capital mexicana.

La historia cuenta que las mujeres tuvieron que acarrear agua desde que el barrio nació, a principios de los años 70. El aguantador, un palo que colocaban sobre sus hombros con un bote en cada extremo para llevar el agua desde el pozo o la llave pública hasta sus casas, se volvió su marca identitaria. Es que cuando se ocupa un pedazo de tierra para vivir y se construye un barrio junto a las vecinas, el acceso al agua se revela pronto como un problema común, que es más fácil resolver entre todas. Medio siglo después, la historia las parió como defensoras del agua potable ante la avaricia inmobiliaria.

María de los Ángeles Fernández, Fili, como se la llama de cariño, es una referente de la lucha por la vivienda en la capital, y desde su generosidad, comparte esa historia con las jóvenes visitantes que suele conocer en manifestaciones y charlas.

Cuando Doña Fili recibe una invitada a su casa, la mujer diminuta, de arrugas profundas y ojos sonrientes, tiene la costumbre de regalarle una piedra de su altar. El surtido de rocas volcánicas comparte espacio con imágenes de luchadores de todo el continente: Emiliano Zapata, Monseñor Romero y Víctor Jara, el periodista Javier Valdéz y el defensor nahua Samir Flores. Todos iluminados por la llama constante de una veladora.

A veces, Fili entrega las piedras envueltas en un paliacate rojo, el pañuelo típico del trabajador campesino, representativo también de la lucha indígena zapatista, quienes tuvieron que taparse la cara “para ser vistos”. Esas piedras han atestiguado el devenir de la colonia, el Pedregal de Santo Domingo, que tiene el mérito de haber sido, en 1971, la mayor ocupación de tierra urbana de América Latina.

“Las casitas eran tan iguales que te podías meter en una, como si fuera la tuya. Decíamos: que todos tengamos casa, aunque sea de lámina, pero que todos tengamos casa”, recuerda Fili.
En esta zona de suelo rugoso y hostil en la alcaldía Coyoacán, fueron las vecinas quienes se organizaron para comprar dinamita y abrir las calles. Mientras los hombres trabajaban en fábricas y las mujeres en hogares ajenos de zonas acomodadas, los fines de semana, todas salían a construir la colonia. Fili lo recuerda así:

“Fue algo muy bonito, porque compartíamos el trabajo. Tus manos quedaban sangradas de cargar tierra, piedra, y al otro día tenías que trabajar. Era un trabajo muy fuerte, pero como sabías que era para ti, no te cansaba, aunque no había luz ni agua, ¡no había nada! Ni el Gobierno estuvo, más que para intentar desalojarnos. Pero si no tenías agua, un chavito te llevaba un bote lleno y ya tenías agua. La misma gente era la que te ayudaba”.

Con el tiempo y el trabajo colectivo, los vecinos cambiaron las paredes de lámina por cemento. En 1997, el primer jefe de gobierno de izquierda, Cuauhtémoc Cárdenas, entregó a los pobladores de Santo Domingo las escrituras de sus casas. Luego de tres décadas de lucha, las vecinas lograron que el Estado reconociera su legitimidad y la de los hogares que habían construido. Con eso, llegó la conexión a la red de abastecimiento pública de agua potable, que cambió el aguantador por la fiscalización de su funcionamiento.

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Este trabajo fue publicado originalmente en ZonaDocs que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar su publicación.