Hay que saber leer, decía. Ella leía las cartas, la mirada, las manos, las nubes, el café, el silencio. En un altar, ¿qué prometen?; en un ‘no eres tú soy yo’, ¿qué te piden?; en un ‘nosotros le llamamos’, ¿qué entiendes?; en un ‘me explico’,¿qué ignoras… ¿Qué tanto sabes leer la vida?, era su pregunta eterna.
Si le decías que habías leído El Principito, te preguntaba ¿qué dice su paso por los mundos? Qué más hay con el cultivo de la rosa, de su encuentro con la serpiente, con el juego del zorro, con el hombre que no supo dibujar una oveja. ¿Qué encierra eldiálogo con el hombre que administraba las estrellas? ¿Qué hacía el anciano con su utópica y atípica vida?
Luego de sus preguntas, parecía que entraba en trance y decía: Leer para encerrarse o para viajar, para reconocerse, para explotar… para amar con Rayuela, porque: «sólo nosotros sabemos estar distantemente juntos»; para cuestionarse con Momo y saber: «¿en qué usamos el tiempo que ahorramos?»; para transformarse con El Principito, porque: «Sólo con el corazón se puede ver bien, lo esencial es invisible a los ojos»; para carcajearse con la Vida digital de Fabrizio Mejía, y confesar: «soy apasionada. Estudio La Filosofía y me gustan los hombres mayores con cabello. Conóseme (sic)… » Si un escritor escribe sobre lo que conoce, sobre lo que ha vivido o leído, un lector también leerá en ese mismo sentido. ¿Será que leer sólo instrucciones, o quedarse en la primera línea, es como subirse a un crucero y no poder tocar el agua? Las monas viajeras de Rodari, viajaban y viajaban, pero se quejaban de que siempre veían lo mismo. Terminaron asumiendo que viajar era muy aburrido; no podría ser distinto ya que no salían de su propia jaula.
Ya de vieja, la tía Juana leía y decía que apenas dejaba la lectura, olvidaba lo leído. Al tiempo, también olvidó que supo leer la vida, y que todas las lecturas profundas se quedaban en su inconsciente sin ella darse cuenta. Las historias leídas la impregnaron tanto que al hablar, uno no sabía si ella había sido la primera Clementina, la única Juana Inés, la eterna Dulcinea o la adorable Maga. Sus lecturas la hicieron encantadora, como aquel escritor que se encierra en sí mismo para escribir sus interminables historias.
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