Culiacán está enfrentando la acción de la alta delincuencia cobrándose cuentas pendientes entre dos células del Cártel de Sinaloa, que a cualquier hora, día o lugar somete a la violencia y al miedo a sectores de la población y ocasiona el efecto dominó que en cuestión de minutos generaliza el pánico en toda la ciudad.
¿Cuándo respirará la capital de Sinaloa la tranquilidad que el Gobierno debe garantizar para que todos salgamos a las actividades lícitas diarias sin la preocupación de que la delincuencia aparecerá para alterarlo todo? Es una pregunta que no están en condiciones de responder autoridades e instituciones igual o más amedrentadas que la ciudadanía.
El amanecer de hoy en Culiacán está acabando no solo con la percepción pública de seguridad sino también con la confianza en gobernantes que administran el terror que resulta de los interminables eventos de criminalidad por choque entre grupos de hampones, o enfrentamientos de éstos con el Ejército y Policía, que no presentan soluciones sino mitigaciones.
Las actividades educativas paralizadas, el flujo de personas a sus centros de trabajo suspendido, los retenes de sicarios que inmovilizan el transporte público y privado, así como vehículos que obstruyen vialidades deben dejar de ser parte de la cotidianidad de una ciudad habitada por gente pacífica que nada tiene que ver con las rencillas que el narco dirime.
En el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador han recrudecido los hechos de violencia que a partir de que la ley afecta a determinado capo del narco le significan a Sinaloa caos y ausencia de fe en servidores públicos habituados al “no pasa nada”. Aparte, la protesta cívica para exigir que la tranquilidad y legalidad retornen resulta arrinconada por el miedo, igual que todo esfuerzo de paz desvanece ante la visible fuerza de la delincuencia.
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